Una vez que Coreus y los dos supersoldados regresaron al Pentágono, el presidente los recibió con una sonrisa desquiciada. Los felicitó por su “éxito”, pero enseguida dejó claro que no había tiempo para celebraciones.
—Rusia ha respondido. Vienen misiles nucleares en camino… estarán sobre nuestro territorio en menos de cinco horas —dijo con un tono gélido—. Coreus, tu siguiente misión es interceptarlo en el espacio… y hacerlo estallar.
Antes de que pudieran planear algo, una alarma ensordecedora se activó. Luces rojas parpadearon por todo el recinto. Algo o alguien había logrado infiltrarse.
Los técnicos accedieron rápidamente a las cámaras de seguridad. Lo que vieron en las pantallas heló la sangre de todos.
Era él.
El hombre de la nave.
Se movía como un espectro imparable, atravesando los pasillos blindados, derribando a los soldados con una eficiencia inhumana. Ya había eliminado a más de la mitad del personal militar y destruido todos los sistemas de defensa del Pentágono. Las puertas reforzadas explotaban a su paso. Nada podía detenerlo.
El presidente entró en pánico.
—¡Evacúen! ¡Evacúen todos! ¡Ahora!
Pero era demasiado tarde.
El hombre apareció.
Caminó con paso firme hacia la sala central, su armadura de metal oscuro con líneas doradas brillando bajo las luces, la capa ondeando tras de sí como si fuera arrastrada por la tormenta que él mismo representaba. Frente a todos, se quitó el casco.
Y el mundo se detuvo.
Era Coreus.
Otra vez.
Pero diferente.
Tenía dos cicatrices cruzándole los ojos. Su rostro era más maduro, endurecido. Sus ojos brillaban con un tono morado, sin pestañear, sin emoción.
Un silencio profundo llenó la sala.
El Coreus del presente no podía creer lo que veía. Era como mirar a su reflejo en un espejo… uno oscuro, deformado por el tiempo, por el dolor. Algo… le había pasado. Algo había quebrado su alma.
El Coreus del futuro levantó ambas manos. Una energía amarilla y radiante comenzó a condensarse en sus palmas, chispeando como si el universo mismo estuviera retenido en sus dedos.
Y disparó.
Un rayo constante, feroz, salió de sus manos, barriendo con todo a su paso. El piso se partía, las paredes colapsaban. Las balas que le disparaban se deshacían al entrar en contacto con su campo electromagnético, y las granadas explotaban sin siquiera tocarlo.
Era una fuerza de la naturaleza, un fenómeno imparable. Era una tormenta encarnada.
En minutos, el Pentágono se convirtió en ruinas.
Cuando todo estuvo en silencio, Coreus del futuro caminó entre los escombros y miró fijamente a su yo del pasado. Su voz fue suave, pero imponente.
—Tenemos que irnos. A mi nave. No hay tiempo. Necesito el núcleo antes de que el misil toque tierra.
Pero Coreus seguía alterado, confundido, casi roto. Le apuntó con su brazo y disparó.
El rayo rebotó en el campo de su versión futura como si fuera aire.
—No, no entiendes… ¡¿Qué te pasó?! —gritó Coreus.
Su yo del futuro solo lo miró con una mezcla de decepción y compasión. Entonces extendió una mano. Un fragmento de metal a su espalda se levantó en el aire como una hoja flotando en el viento. Usó telequinesis.
Y sin previo aviso, lo lanzó contra su cabeza.
Todo se volvió oscuro, una vez más.