Kayla sentía su vida venirse abajo cada día que abría sus ojos. Su cuerpo se sentía cada vez más pesado, al igual que sus párpados.
¿Para qué se levantaba, siquiera? Si a sus padres les importara su vida escolar y sus estudios, tendría un motivo, pero no era así. Se sentía perdida en la rutina, todos los días era lo mismo. Incluso los sábados y domingos eran iguales sin importar que fuera verano, otoño, invierno o primavera.
Terminó de cepillar sus dientes, comenzando a preparar su mochila para dirigirse al colegio. Si quería un futuro, al menos debía de estar presente en las clases. Acomodó su negro cabello en un alto y desordenado moño, observando su blanca piel en el espejo, provocada por falta máxima de vitamina D en su sistema.
Se vistió con aquellos jeans negros, rotos y holgados que tanto le gustaban, y le sumó una remera al cuerpo mangas cortas. Se colocó sus zapatillas y bajó las escaleras, sintiendo el olor del desayuno recién preparado. Su estómago gruñó en exigencia de comida, pero no le dio atención. Sólo tomó un vaso de agua, una fruta y salió sin despedirse.
Sus padres ni se molestaban en hablarle, siquiera. Se sentía invisible ante ellos de muchas formas. De pequeña, recordaba estar en brazos de su madre sólo para que deje de llorar, luego continuaba ignorando su presencia por el resto de las horas.
En la universidad, lamentablemente, conseguía demasiada atención a la que no acostumbraba. Sus negras vestimentas, que hacían juego con sus ojos y su cabello, gritaban a kilómetros "peligro, no acercarse", y la señal era clara. Habían esparcido rumores más de una vez sobre cosas que ella jamás había hecho o siquiera había escuchado que alguien haga. La trataban como una niña problemática. Al parecer, el que haga lo que desee cuando desee era un problema para los demás. Lástima que sus padres no se molestaron en enseñarle modales o valores tan sencillos para convivir en la sociedad. Incluso, llegaba al punto de dudar si sus padres la habían deseado como hija. Podría llegar a ser ilegítima y no lo sabe por no conversar con los adultos...
Terminó de acomodar las cosas en su casillero, pensando seriamente en internarse en el baño de mujeres y no salir hasta que el día termine.
Tenía tantas curiosidades, tantas que parecía insano. Su falta de presencia o de saber que existía la habían impulsado más de una vez a querer suicidarse o matarse lentamente con un cigarrillo o drogas, pero era demasiado cobarde para siquiera intentarlo.
Su única adicción y calmante eran los chicles de menta, aquellos que mantenían a su estómago engañado con masticar sin digerir absolutamente nada, y que guardaban su poca cordura en un cofre a llave para no perderla.
El día en que aquella jovencita ingresó al pasillo vacío debido al horario de clases, maldijo los mil y un demonios en estar presente.
¿Por qué debía guiarla ella? ¿Por qué lo estaba haciendo, si por dentro sólo quería quedarse sentada frente al casillero, esperando que el timbre suene o que un profesor la encuentre? Aquella pequeña castaña parecía ser alguien generosa, de aquellas que fueron criadas con todo el merecido amor del mundo.
De aquellas que le hacían vomitar arco iris.
Se presentó ante ella como una nueva estudiante transferida. Una sonrisa invadió su rostro, causando que sus ojos sonrían de igual forma, mientras tendía su mano diciendo su nombre con suavidad.
Kayla no quería personas cercanas en su vida. Repudiaba la lástima, la pena, las mentiras y, sobre todo, las promesas.
Dejó la mano al aire de aquella joven, juzgando su colorido atuendo con su mirada, para volver a tomar su lugar en el suelo frente a su casillero, observando lo interesante que era el techo con pequeñas grietas.
Lamentablemente para ella, sus acciones desinteresadas no hicieron más que despertar la curiosidad en la nueva estudiante, quién pronto conocería a los demonios y barreras que debería cruzar para acercarse a la misteriosa chica gótica del primer día.