Capítulo 15
Instinto y piel
Jessed & Alaric
Jessed
Sabía que vendría.
Desde el momento en que lo dejé temblando en mitad del salón, lo supe.
Hay cosas que no se dejan a medias con un Alfa como Alaric.
Y cuando la puerta se abre sin que yo diga una palabra, no me sorprende.
Solo me mantengo de pie, de espaldas a él, mirando el reflejo de la luna en el ventanal.
—No deberías estar aquí —digo con calma.
Él entra. Cierra la puerta con suavidad.
El sonido es un susurro que retumba más fuerte que un grito.
—Tampoco deberías haberme tocado así —responde.
Su voz es grave. Rota.
Como si arrastrara algo desde muy dentro.
Me giro.
Él está ahí.
De negro. Descalzo. Con la mirada clavada en mí como si aún estuviéramos rodeados de testigos.
Pero ahora estamos solos.
Y eso es más peligroso.
—Fue un roce, Alaric. Nada más.
—Mentira —dice, dando un paso hacia mí—. Fue una provocación.
Lo dejo acercarse.
Me niego a retroceder.
Si esto es una guerra, no pienso rendirme sin batalla.
—¿Y qué harás entonces? ¿Marcarme por un gesto?
—No por un gesto.
Por todas las veces que me has hecho desearlo y no me lo permitiste.
Estamos cerca.
Tan cerca que puedo oler el humo que trae en la piel.
Ese aroma suyo a bosque, a metal, a lobo contenido.
—¿Y si te dijera que aún no puedes? —susurro.
—Te diría que no deberías estar temblando.
Me sobresalto. Pero no me muevo.
Él lo nota. Sonríe. No es burla. Es certeza.
—No te temo, Alaric.
—Entonces dime por qué estás respirando como si te faltara el aire.
Mis labios se separan.
No tengo respuesta.
Él alza una mano.
No me toca.
Pero su dedo traza una línea invisible a un palmo de mi mejilla, como si pudiera leer mi calor sin rozarme.
—No eres mía —dice, con la voz apenas audible—. Pero tu lobo me reconoce.
—No soy un premio, ni una debilidad, ni una marca para mostrar —respondo, firme.
Él asiente.
Sus ojos no se suavizan, pero se oscurecen de forma distinta. Como si entendiera que eso también lo atrae.
—No quiero debilidad. Quiero guerra.
Y si voy a tenerte, será porque tú también quieras perder el control conmigo.
Silencio.
Puedo sentir el pulso acelerado en mi cuello.
Puedo ver cómo sus ojos siguen su ritmo.
No como un depredador.
Como algo más antiguo.
Algo que ni siquiera él puede nombrar.
—Dilo —me pide.
—¿Qué?
—Que me deseas. Aunque no quieras. Aunque no debas.
No lo digo.
Solo lo dejo acercarse.
Solo cierro los ojos cuando su aliento roza mi frente, mi nariz, la comisura de mis labios.
Y cuando finalmente me toca —apenas su mano sobre mi cintura—, no me aparto.
No puedo.
No quiero.
Nuestros cuerpos no se rozan del todo.
Pero la tensión entre ambos es más íntima que cualquier contacto.
Su frente se apoya en la mía.
Y por un instante, el mundo desaparece.
—No lo haré —dice.
—¿Qué?
—No voy a marcarte. No hoy.
No cuando todavía tienes fuerza para negarte.
Abro los ojos.
—¿Y si te digo que no quiero negarme?
Su mandíbula se tensa.
Pero no se lanza.
—Entonces dime cuándo.
Nos quedamos así.
En un vacío lleno de palabras no dichas y promesas sin voz.
Y cuando finalmente se aleja, lo hace con los ojos aún puestos en mí.
Como si no pudiera mirar a otro sitio.
—No tardes demasiado, Jessed.
Porque la próxima vez que me toques así…
no habrá marcha atrás.
Cierra la puerta detrás de él.
Y yo me quedo en el centro de la habitación, aún con el cuerpo latiendo.
Aún con el lobo despierto.
Porque la marca no ocurrió.
Pero la rendición ya empezó.