La trampa
Jessed
El aire en la sala de guerra no solo estaba cargado de urgencia. Estaba viciado.
Demasiadas voces. Demasiados ojos. Y entre todos ellos, uno que no parpadeaba lo suficiente.
Nos sentamos frente al mapa como si fuera una ofrenda ritual antes del sacrificio.
Pero no sabíamos aún quién iba a ser el cordero.
—Esto no fue un ataque al azar —dije, señalando la aldea que había ardido hasta los cimientos—. Fue una advertencia.
No a nosotros… sino a lo que podríamos llegar a ser.
Alaric me miró. La rabia estaba ahí, sí, pero contenida. Y debajo… algo más.
Miedo.
No del enemigo.
Miedo de que ya fuera demasiado tarde.
—Y Vareth… —susurró—. Está demasiado tranquilo. Como si estuviera esperando que hagamos exactamente lo que él quiere.
Yo también lo había notado. Su sonrisa nunca flaqueaba. Sus palabras eran exactas. Demasiado exactas.
Como si supiera más de lo que fingía ignorar.
Como si ya hubiera estado en esa sala, viendo este mismo momento… en otra línea del tiempo.
—Él no solo juega con diplomacia —dije en voz baja—. Juega con destino.
Pero incluso decirlo en voz alta me dio escalofríos. Porque una parte de mí ya sospechaba que la trampa no estaba solo afuera.
Estaba dentro.
Tal vez incluso… aquí mismo.
—Si desconfiamos —dijo Alaric—, perdemos más que territorios.
—Lo sé —respondí, apenas respirando—. Pero ¿y si ya perdimos algo sin saberlo?
Mi mano rozó la suya, buscando ancla. Encontré calor. Y, por un instante, fe.
Pero la fe no era suficiente.
—¿Qué propones? —pregunté.
—Ir juntos —dijo—. Hasta el final. Aunque el camino esté envenenado.
La sala se mantuvo en silencio, pero lo sentí.
Una presencia.
Como si alguien escuchara desde un rincón oscuro. Como si estuviéramos diciendo exactamente lo que "ellos" querían oír.
—Tenemos que descubrir quién está detrás antes de actuar —añadió Alaric—. Si reaccionamos mal, les damos la excusa para encender el fuego total.
Me incliné sobre el mapa. Las rutas marcadas parecían heridas abiertas. Una en particular me llamó la atención:
Una senda que ni siquiera recordaba haber visto antes.
—¿Quién dibujó esto? —pregunté. Nadie respondió.
Un trazo leve, pero real. Un camino entre bosques muertos.
Un sendero que nadie debería conocer.
Alaric se tensó.
—Solo los altos mandos tienen esos mapas actualizados.
—Entonces el traidor no es cualquiera. Es uno de nosotros.
Él me miró. Y por un segundo, vi algo en sus ojos que no esperaba.
Duda.
¿De mí?
—¿Confías en mí? —le pregunté, en voz apenas audible.
—Sí —dijo.
Pero tardó demasiado en responder.
Y en ese instante, supe que no estábamos preparados para esta guerra.
Porque la verdadera batalla no era por poder.
Era por la verdad.
Y la verdad tenía demasiadas caras.
Su mano rozó la mía de nuevo, como si nada hubiese cambiado. Pero ya no sentía calor.
Sentía una promesa rota.
O tal vez, una que nunca existió.
Y mientras el mapa seguía abierto ante nosotros, supe que la trampa no era el ataque.
La trampa…
Éramos nosotros.
Las patrullas fueron despachadas al anochecer, como fantasmas en un tablero que ya no nos pertenecía.
Ni siquiera me sentí aliviada.
Porque no se trataba de encontrar al culpable. Se trataba de no convertirse en uno.
Me quedé sola un momento en la sala, contemplando los mapas. Cada línea parecía moverse, serpenteante.
Ya no confiaba ni en el papel.
—Pensé que ya no querías estar sola —dijo una voz detrás de mí.
Alaric.
—A veces, la soledad es más segura que las promesas.
Él se detuvo junto a la mesa, sin tocarla.
—¿A eso hemos llegado?
No respondí. Solo lo miré. Estaba más cansado que antes, pero también más… distante.
Había una sombra en su expresión, una que no estaba allí días atrás.
—He estado pensando —dije—. ¿Y si el ataque a la aldea no fue solo una distracción?
¿Y si fue un mensaje directo?
Para ti. Para mí.
Alaric frunció el ceño.
—¿Insinúas que alguien nos está usando como piezas?
—No. Insinúo que tal vez ya lo hicieron. Y que ahora solo estamos repitiendo sus movimientos.
Hubo un silencio espeso entre nosotros. Él se acercó, esta vez más lento.
Su voz bajó a un susurro.
—¿Estás diciendo que crees que hay un traidor entre nosotros?
—Estoy diciendo —repliqué— que no estoy segura de quiénes somos nosotros.
No supe por qué dije eso. Tal vez porque el silencio entre sus palabras comenzaba a pesar más que su cercanía.
Sus ojos me buscaron, dolidos, pero firmes.
—No me conviertas en uno más de tus sospechosos, Jessed.
—No necesito convertirte —dije—. Solo necesito dejar de idealizarte.
Y ahí lo vi. No solo la herida… sino el miedo.
Como si ya hubiera sido acusado antes. Como si supiera lo que era ser culpable sin pruebas.
—Cuando éramos más jóvenes —murmuró él—, tú creías en monstruos.
—Sigo creyendo —le dije—. Solo que ahora sé que visten uniformes y hablan con voz tranquila.
Su silencio fue una confesión.
O una negación tan perfecta que dolía.
La puerta se abrió. Era uno de los exploradores, empapado, herido.
—Mi señora… mi señor… encontraron otra aldea. Más al norte. Quemada. Pero esta vez… no dejaron cuerpos.
Me giré bruscamente.
—¿Qué quieres decir?
—Que se los llevaron —jadeó—. Todos. Como si alguien los necesitara vivos.
Mi piel se erizó.
—¿Quién sabía de esa aldea?
El soldado dudó.
—Solo los del consejo. Y los líderes… ustedes dos… y Vareth.
Un silencio de hielo se instaló en la sala.
Alaric bajó la mirada.
Yo no dije nada.
Pero en mi interior, algo se quebró.
Ya no era una trampa.