Silencio en la maleza
Kael
El bosque del sur no suele mentir.
Pero esa mañana… algo no encajaba.
Nos movíamos entre sombras, la patrulla dividida en formaciones trianguladas. Soldados de ambas manadas. Alfas. Betas. Algunos omegas hábiles con más precisión que fuerza.
Cada paso medido.
Cada hoja, una posible trampa.
—No hay rastros claros —murmuró Lyren, uno de mis exploradores—. Como si supieran cubrirlos a propósito.
Eso era lo más preocupante.
El ataque no fue salvaje. Fue táctico.
Calculado.
Dirigido a dejar un mensaje.
Levanté el puño y detuve la formación.
Silencio.
El viento trajo un zumbido lejano.
No… no era viento.
Tampoco insectos.
Demasiado regular. Demasiado limpio para la naturaleza.
Mi pulso se tensó.
—Agáchense —ordené, pero fue demasiado tarde.
Una flecha silbó como un susurro malintencionado y se incrustó en el pecho de un soldado.
Luego otra.
Y otra.
—¡Emboscada! ¡Cobertura, ya!
El caos explotó.
Gritos. Acero. Tierra removida por botas y cuerpos cayendo.
Y entre los árboles, siluetas que se movían como parte del bosque mismo.
No eran simples asaltantes.
Sabían nuestras rutas.
Nuestros tiempos.
Dónde romper la línea.
Cuándo disparar para sembrar pánico.
Una línea de fuego cruzó mi costado, rozando el cuero reforzado de mi uniforme. Rodé, espadón en mano, y vi caer a uno de ellos.
Joven. Silencioso. Con una marca en el cuello que no reconocí.
—¡No ataquen a ciegas! ¡Divídanse! ¡Formación media luna! —ordené mientras otro grupo intentaba flanquearnos desde el este.
Lyren volvió a aparecer a mi lado, jadeante, con una línea de sangre bajando por su brazo.
—Esto no es solo una trampa, Kael. Nos estaban esperando.
Asentí sin responder. Ya lo sabía.
Pero oírlo en voz alta lo volvía real. Innegable.
Había alguien dentro.
Alguien que habló. Que vendió nuestros movimientos.
Una flecha silbó y se incrustó en el tronco a centímetros de mi rostro.
Respondí con un giro seco de espada, partiendo ramas y acero enemigo por igual.
Cuando por fin retrocedieron, dejando cadáveres y humo entre los helechos, lo único que quedó fue un silencio demasiado limpio.
Demasiado falso.
Como si el bosque esperara que dijéramos algo. O confesáramos algo.
Caminé entre los cuerpos.
Revisé rostros, insignias.
Algunos llevaban símbolos que no pertenecían a ninguna manada reconocida.
Mercenarios.
O peor: desertores bien entrenados.
—Quiero saber quién fue —murmuré—. Quien les dio acceso. Quien vendió a su propia sangre.
Lyren me miró. Su rostro era una máscara de barro, sudor y rabia contenida.
—¿Y si fue alguien de los nuestros?
—Entonces lo haré arder como a cualquier enemigo.
Mis palabras no temblaron.
No porque no doliera.
Sino porque sabía que, desde este momento, la guerra ya no era solo entre manadas.
Era dentro.
Y ese tipo de guerra deja cicatrices que no se ven…
Hasta que sangran.