Instinto y Lazo
Jessed
Kael yacía en la enfermería del ala norte, el torso vendado, la respiración controlada. Pero su ceño fruncido revelaba que el dolor era lo de menos.
Me acerqué. Él alzó apenas la mirada y asintió.
—Vi algo… antes del ataque —murmuró—. Una marca en un árbol. Alta. De esas que usan los clanes para dejar mensajes codificados. Terreno seguro… o advertencia de peligro.
Alaric se tensó.
—¿Qué clase de marca?
—Un sello de guerra. No cualquiera… uno de los clanes renegados. Los extintos.
Un silencio denso nos envolvió.
—Pero eso no fue lo extraño —añadió Kael—. La pintura aún estaba fresca.
Y olía a incienso negro. El de los rituales diplomáticos.
El aire pareció enfriarse.
El castillo.
Alguien desde dentro.
No dijimos más. Solo compartimos esa certeza muda que llega justo antes de que se rompa la calma.
Cuando salimos, Alaric me tomó del brazo y me guió al jardín interior. Nadie podía oírnos allí. El sol apenas tocaba el suelo. Su respiración era irregular, como un lobo encerrado que olfatea la tormenta.
—¿Qué pasa contigo? —pregunté, directa.
Se giró hacia mí. Había algo salvaje en su mirada, pero no era furia. Era necesidad.
—Todo esto está escalando demasiado rápido —dijo—. No puedo protegerte si no te siento. Si no sé si estás viva.
Se detuvo. Cerró los ojos, como si le costara mantenerse en pie.
—Mi lobo… está perdiendo el control.
—¿Por la amenaza?
Negó.
—Por ti.
Mi pecho se contrajo. El aire entre nosotros cambió. Más denso. Más eléctrico.
—¿Qué estás diciendo?
Alaric se acercó. Sin prisa. Sin agresión. Solo con la inevitable claridad del instinto.
—Los alfas no se imprimen por deseo, Jessed. Lo hacen para anclarse. Para no perder el control cuando el mundo se deshace.
Y yo… te necesito cerca.
Necesito tu olor sobre mí. En mí.
Necesito imprimirme contigo.
Mi corazón tropezó dentro del pecho. No solo por lo que significaba. Sino porque… yo también lo sentía.
—Eso no es una orden —añadió, con voz quebrada—. Es un ruego.
Y esa palabra, en su voz, fue más intensa que cualquier amenaza. Una grieta en su control.
Alaric no suplicaba. Nunca.
Di un paso hacia él. No sabía si lo hacía por él… o porque, si no lo hacía, algo en mí también iba a romperse.
—Sabes lo que eso implica —susurré.
—Lo sé. Significa que no hay vuelta atrás. Que lo que hay entre nosotros ya no será solo alianza. Ni estrategia.
Sus manos no me tocaron.
Pero su presencia me envolvía, como si el aire mismo respondiera a su contención.
—Quiero que me reconozcas —murmuró—. No como tu general. Ni tu aliado. Sino como el único que entiende cómo arde tu control por dentro…
Y no le teme.
Su voz me rozó como una marca invisible. Mi lobo… escuchaba.
—No soy fácil de poseer, Alaric —murmuré, sin retroceder.
—No quiero domarte —respondió, con media sonrisa—.
Quiero que, si eliges quedarte… no haya poder en esta tierra capaz de arrancarte de mí.
Mi aliento se volvió lento. Medido.
Se inclinó hacia mí. No me tocó. Solo dejó que su aliento rozara mi cuello. Su presencia gritaba lo que su cuerpo aún contenía.
—Dime que no estás lista —susurró—. Y me alejaré.
Pero si no dices nada…
Este lazo deja de ser un pensamiento.
Mis labios se entreabrieron.
No dije nada.
Él cerró los ojos. Como si esa ausencia de palabras le bastara. Como si la decisión lo atravesara por dentro.
Alzó la mano, lenta, deteniéndose a un suspiro de mi piel.
No me marcó. No tomó.
Solo dejó la intención suspendida entre los dos.
—No ahora —dije, al fin. Baja. Firme.
Una promesa. No una negación.
Alaric sonrió. Como si acabara de oír una victoria… no una pausa.
—Te esperaré, omega mía —murmuró—. Pero solo hasta que el mundo se atreva a interponerse.
Y entonces, arderá.
Guardé silencio. No por duda.
Sino porque la decisión ya estaba prendida en mí. Como un fuego lento.
—No —dije.
Él frunció el ceño. No comprendía.
Di el paso final. El que rompe líneas invisibles.
—No voy a esperar.
No si eso es lo único que te mantiene en equilibrio.
No si esto… es nuestra fuerza.
El lobo en él se agitó. Lo vi en sus pupilas dilatadas. En el temblor leve de sus manos. En cómo todo su cuerpo se tensó… para no perderse.
Me coloqué frente a él. Sin miedo. A un suspiro de distancia.
Levanté el mentón, mostrando el costado de mi cuello. No como rendición.
Como elección.
—Hazlo.
Imprímeme.
Pero que quede claro, Alfa:
Esto no es un permiso. Es un pacto.
El aire vibró. Pesado. Vivo.
Alaric no se abalanzó. No rugió.
Se inclinó.
Con la reverencia de quien ha sido elegido por alguien que no se entrega.
Se honra.