Lazos Rotos, Sangre Despierta
Jessed
El bosque cambió de respiración.
Fue sutil. Una ráfaga donde no debía haber viento.
Un crujido entre árboles demasiado viejos para moverse solos.
—Alguien está aquí —murmuré, los sentidos en alerta.
Varya giró, espada en mano. Pero su rostro… no mostraba sorpresa.
Mostraba calma.
Demasiada calma.
Antes de que pudiera decir algo, tres figuras emergieron del follaje. Capuchas grises, tatuajes de ceniza en la frente, como en mi visión.
Uno de ellos sostenía un cuenco con humo negro.
Incienso. Elash’nor.
—Retrocedan —ordené—. Este territorio está bajo la ley de la Reina Jessed.
El que iba al frente sonrió.
—¿La Reina… o la hija de los traidores?
Sentí el golpe de esas palabras.
Pero no tuve tiempo de responder.
Porque en ese momento, Varya dio un paso al frente.
Entre ellos.
No contra ellos.
—No.
—Su voz era clara, casi suave—. No le hablen así. Aún no sabe todo.
Me congelé.
—¿Varya?
Ella me miró.
Y sus ojos…
No mostraban arrepentimiento.
Solo verdad.
—Esto no es contra ti, Jessed.
Esto es contra el mito del equilibrio.
Del poder concentrado en un lazo.
Alaric y tú… son una amenaza. Un lazo Alfa-Omega como el suyo puede someter a todas las manadas.
Eso no es unidad.
Es dominio.
—¿Tú sabías lo del ataque? ¿La marca en el claro?
—Yo lo autoricé —respondió, con una frialdad que dolía más que cualquier espada—. No para matarte.
Para empujarte a aceptar el vínculo.
Así tu energía se uniría a la suya.
Y cuando estén completos… los destruiremos.
La traición era tan profunda que dolía respirar.
Pero no tuve tiempo de romperme.
Porque las figuras avanzaron.
Y el lazo vibró.
Alaric.
Lo sentía.
Corría hacia mí.
Su rabia. Su miedo. Su llamado.
Y mi cuerpo respondió.
La habilidad despertada la noche anterior se encendió.
Extendí la mano hacia la tierra.
Cerré los ojos.
Y vi.
Vi los pasos antes de que sucedieran.
Vi el ángulo del golpe que vendría.
Vi dónde el enemigo dudaría.
Y me moví con esa visión.
Como si danzara con el tiempo.
Derribé al primero antes de que su daga saliera de la vaina.
Esquivando no por reflejo, sino por conocimiento.
Como si el destino me hablara…
Y yo, por fin, escuchara.
—¡Jessed! —gritó Alaric, irrumpiendo entre los árboles, una llamarada negra de furia y acero.
Cuando me alcanzó, vio a Varya…
Y entendió.
—Fuiste tú —dijo, voz de trueno.
—Y no me arrepiento —respondió ella—. Los reinos no necesitan una reina marcada.
Entonces atacó.
No a mí.
A Alaric.
Y así comenzó la verdadera batalla.