Refugio y Juramento
Alaric
Las puertas de mi territorio se alzaban imponentes bajo la luna.
No eran solo piedra y hierro.
Eran juicio.
Tradición.
Y promesa.
Cuando Jessed las cruzó, no fue solo una caminata.
Fue una declaración.
El vínculo ardía en mi pecho, como si cada ladrillo supiera que una decisión irreversible acababa de sellarse.
No por obligación.
Sino por elección.
Jessed no podía ocultar la mezcla de alivio y cautela en sus ojos.
Tenía la espalda recta, pero su respiración era densa.
No por cansancio.
Por historia.
—Bienvenida a casa —le dije, bajando la voz solo para ella—.
Aquí, nadie te hará daño.
Ella asintió en silencio.
Pero el lazo habló por ella:
territorio compartido.
Antes de partir, su padre me había hablado.
No con afecto, ni siquiera con aprobación.
Pero sí con claridad:
“No permitas que le pase nada a mi hija, Alaric. No soy tan diplomático como aparento.”
No fue una amenaza.
Fue una advertencia con nombre de legado.
La manada nos recibió en silencio.
No por desprecio.
Sino por contención.
Miradas detenidas.
Respiraciones medidas.
Espaldas rectas como lanzas.
Algunos la veían como a una intrusa.
Otros… como un presagio.
Kael, mi Beta, se adelantó.
Su mirada recorrió a Jessed sin juicio, solo con análisis.
Luego me dio una breve inclinación.
Sabía lo que significaba su presencia.
No era solo una omega.
No era solo mi marcada.
Era una grieta viva en la tradición.
—Aquí serás fuerte —le dije mientras la guiaba hacia la colina—.
Más fuerte de lo que imaginas.
—No quiero ser fuerte solo por sobrevivir —dijo ella—.
Quiero ser fuerte… para cambiar lo que viene.
Esa frase me atravesó más que cualquier espada.
No era ambición.
Era visión.
Y el lazo… lo aprobó.