El Alfa en la Niebla
Alaric
El aire estaba denso.
No solo por la neblina que abrazaba el bosque, sino por la sombra que se había instalado en mi pecho.
La ausencia de Jessed era un hueco que devoraba todo a su paso.
Guiado solo por un rastro invisible, el vínculo que nos unía era la única brújula en un mapa de oscuridad.
Reuní a la manada en la sala de guerra.
Los guerreros, fieles, atentos.
Los ojos en mí, esperando.
—Salimos ahora —ordené, con la voz que no permitía réplica—. Sin pausas. Sin errores. Solo encontraremos a Jessed.
La ofensiva fue brutal y metódica.
Desgarramos el bosque, interrogamos al viento, arrasamos con cada rincón donde Varya pudiera ocultarse.
Pero la respuesta… no llegó.
Día tras día.
Semana tras semana.
El vínculo se tensaba, pero no se rompía.
Sin embargo, su latido era cada vez más débil, más confuso.
La desesperación comenzó a calar en mis huesos.
No podía mostrarla.
No debía.
Pero la manada lo sintió.
La incertidumbre corrió como fuego entre ellos.
Y yo…
me volví más frío.
Cada decisión se volvió calculada, dura.
Cada palabra, un filo.
Cada silencio, una barrera.
Mi mirada se endureció hasta convertirse en una amenaza.
Ya no era solo un alfa en busca de su reina.
Era un lobo cazador, solitario, con la luna ensombrecida por la furia y el dolor.
Los meses pasaron, y la ausencia se volvió tormenta.
Pero algo dentro de mí seguía firme: la promesa de traerla de vuelta.
Porque, aunque el tiempo me desgastara, el vínculo que nos une es más fuerte que la oscuridad que nos separa.
Y cuando la encuentre…
ni la sombra ni el hielo podrán detenerme.
La soledad empezó a calar en mis huesos como el frío de un invierno sin fin.
Cada noche me despertaba sudando, con la sensación de que ella estaba allí, al borde del sueño, llamándome.
Pero cuando abría los ojos, solo encontraba la nada.
Los guerreros ya no me miraban con la misma esperanza.
Algunos, incluso, bajaban la cabeza, vencidos por la incertidumbre.
Yo debía mantenerme firme, pero el peso era insoportable.
Me convertí en un alfa que apenas hablaba, que tomaba decisiones rápidas y duras, y que aislaba a quienes intentaban acercarse.
No era el líder que Jessed había conocido.
Era un lobo endurecido por el miedo, por la impotencia.
En las sombras del castillo, mientras planificaba la próxima búsqueda, sentía el eco distante de su vínculo.
A veces débil, otras casi imperceptible, pero nunca muerto.
Su aroma estaba lejos, pero era un faro en mi oscuridad.
Sabía que no podía rendirme.
No hasta que ella regresara.
—Vamos a encontrarla —me repetía a mí mismo—, y cuando lo haga, nadie volverá a separarnos.
Porque el frío que sentía por dentro no era solo la ausencia de Jessed.
Era la amenaza de perder todo lo que somos.
Y aunque el lobo dentro de mí estaba herido, su hambre de justicia y de venganza crecía.
La manada lo sabe.
Yo lo sé.
Y la luna… la luna espera.