Fuego y Acero
Alaric
La amenaza era clara, inminente.
Vareth Soren no tardaría en mover sus piezas.
Y yo debía estar listo.
Con la ayuda de la Healer espiritual y los conocimientos del padre de Jessed, había logrado precisar el lugar donde la oscuridad mantenía prisionera a mi Alfa y sus cachorros.
Un antiguo refugio entre los bosques del este, protegido por trampas y sombras.
Reuní a mi manada en el gran salón.
El silencio era pesado, cargado de tensión y lealtad.
—Vareth ha declarado la guerra —dije, la voz firme, pero con el peso del destino—.
Jessed está viva, y ella, junto a mis hijos, está en peligro.
Kael, mi Beta, asintió, mostrando la fuerza que habíamos construido juntos.
—Tenemos que movernos rápido y con precisión. No solo luchamos por nuestras vidas, sino por el futuro de nuestra manada.
Organizamos las patrullas y guerrillas, revisamos armas y estrategias.
Pero la guerra no solo se ganaba con fuerza, también con inteligencia.
Mandé a mis exploradores a revisar el terreno, desactivar trampas, y buscar rutas de entrada y escape.
Los mapas antiguos fueron desplegados sobre la piedra sagrada.
El padre de Jessed marcó con su dedo una ruta que bordeaba los riscos de Nareth.
—Este paso fue olvidado por generaciones. Pero si todavía existe, podríamos acercarnos sin ser vistos —dijo con gravedad.
Asentí, observando las marcas de sangre vieja que aún quedaban sobre el mapa.
—Nos moveremos en dos columnas —decidí—. Una avanza por la quebrada, otra rodea y bloquea la retaguardia.
Mi mirada recorrió los rostros de los guerreros reunidos: jóvenes y veteranos, algunos marcados por antiguas batallas, otros por pérdidas más recientes.
No solo eran soldados.
Eran hermanos.
Y mientras lo hacía, sentía el vínculo con Jessed más fuerte que nunca.
Su lucha era la mía.
Su fuerza, mi escudo.
En lo profundo de mi pecho, algo vibraba.
No solo el lazo.
Sino que senti está vez cinco presencias pequeñas, insistentes, como si cada uno de nuestros hijos gritara desde la distancia.
No con miedo.
Con fuego.
—Volverás a casa, Jessed —susurré al viento, mientras afilaba mi espada—.
Y quienes amenacen a mi manada pagarán con cada gota de sangre que tenga.
La noche anterior a la partida, visité el claro donde la madre de Jessed solía hacer sus rezos.
Encendí una vela por cada vida que íbamos a defender.
Cinco pequeñas llamas resistieron el viento.
Las observé en silencio.
Y juro que una de ellas titiló al ritmo de mi corazón.
La batalla estaba cerca.
Y esta vez, la guerra sería feroz.