Renacimiento y Resistencia
Jessed
Los días que siguieron fueron un delicado equilibrio entre recuperación y vigilancia.
El hechizo que me había mantenido cautiva todavía dejaba una sombra sobre mí, un velo opaco que atenuaba mis sentidos y drenaba mi energía. A veces, me despertaba sin reconocer el lugar… pero entonces, sentía el calor de una mano firme envolviendo la mía, la seguridad inquebrantable de su presencia.
Alaric.
Su sola voz era un ancla. Su toque, un faro.
El vínculo entre nosotros no solo había resistido la distancia y el dolor, sino que ahora comenzaba a florecer de nuevo, más fuerte, más hondo.
Donde antes ardía con desesperación, ahora latía con esperanza.
Mis cachorros —nuestros cachorros— eran la razón.
Cada pequeño movimiento, cada inhalación suave, me daba fuerzas que no sabía que aún tenía.
Aún no caminaba con firmeza, aún sentía escalofríos en la espalda cuando las pesadillas regresaban… pero estaba de pie.
Por ellos.
Por mí.
—Jessed —susurró Alaric una tarde, al sostenerme contra su pecho—.
Nuestro vínculo es más fuerte que cualquier hechizo.
Te protegeré, y juntos… juntos seremos más que lo que el destino nos impuso.
Me apoyé en su pecho, sintiendo cómo mi poder, silenciado tanto tiempo, comenzaba a agitarse bajo la piel.
No era el mismo don que tenía antes.
Era más antiguo.
Más feroz.
Y más maternal.
Lo sentía cuando uno de los cachorros lloraba, como si mi alma se encendiera en respuesta.
Lo sentía cuando Alaric rondaba con inquietud, como si mis sentidos se sincronizaran con los suyos.
Estábamos cambiando.
Y el mundo, tarde o temprano, tendría que adaptarse a ese cambio.
Pero el peligro no había desaparecido.
Rumores de movimientos enemigos seguían llegando: sombras que se acercaban, alianzas que se rompían, traiciones aún por revelarse.
Sabíamos que la calma no duraría.
Así que la abrazamos como se abraza un suspiro antes de la tormenta.
Esa noche, mientras me recostaba con los cinco dormidos a mi lado, sentí por fin algo que no sentía desde que fui tomada:
Paz.
Y con esa paz, entendí que era hora de honrarlos.
De darles un nombre.
Una identidad.
Una promesa.
—Alaric —le dije suavemente—.
Ya es momento.
Él me miró con ternura, luego asintió con gravedad.
Y así, al amanecer siguiente, cuando los primeros rayos de luz rozaron el bosque cubierto de escarcha, comenzamos el rito sagrado.
El momento en que nuestros hijos, nacidos de guerra y esperanza, serían nombrados.