La Voz de la Sangre
Jessed
La magia oscura de Lucan rugía como un lobo primitivo desatado, cubriendo el gran salón con sombras densas como alquitrán.
Sus palabras no eran hechizos comunes; eran invocaciones selladas, hechas para quebrar cimientos, no solo muros.
Las raíces del castillo temblaban.
El aire se volvió pesado, cargado de miedo antiguo, de traición y poder corrompido.
Y aún así, de pie entre escombros y fuego, yo no retrocedí.
Mi cuerpo aún dolía. Las heridas del encierro, el eco del veneno en mis venas, las marcas invisibles del miedo.
Pero había algo más fuerte que todo eso.
La sangre.
La mía.
La de Alaric, sangrando a mi lado.
Y la de nuestros cinco hijos, que latían con fuerza a pesar de la guerra.
Ellos estaban reunidos en la cámara sagrada, protegidos por los círculos arcanos que Kael había sellado con su propia sangre.
Pero yo los sentía como si estuvieran conmigo.
No solo su miedo…
Su energía.
Su voluntad.
Su amor.
Lucan alzó su báculo, coronado por un cristal ennegrecido, que ahora ardía con fuego violeta, casi enfermizo.
—Tu linaje termina hoy, loba —escupió—. No hay lugar para tu especie en el futuro que construiremos.
Alaric rugió a mi lado, pese a la herida abierta en su costado.
—¡Entonces prepárate para caer con tu imperio de sombras!
Y en ese instante…
todo cambió.
Algo me cruzó el pecho como una llamarada ancestral.
Un calor nacido no de la rabia, sino de un lazo más antiguo que la guerra misma.
Una estrella parecía encenderse entre mis costillas.
Y entonces…
los escuché.
“Madre.”
“Estamos contigo.”
“No tengas miedo.”
Kaelen.
Lyra.
Eryon.
Seren.
Darian.
Sus voces eran suaves, como brisa lunar, pero también poderosas.
Y con cada palabra, mi cuerpo respondía.
Mi piel comenzó a brillar. No con fuego ni hielo.
Sino con luz líquida de luna, palpitante y viva, recorriendo mis venas como si la historia despertara en mí.
Marcas antiguas comenzaron a brotar en mi piel —símbolos curvos, plateados, como constelaciones vivas que cruzaban mis brazos y mi pecho.
Los ojos de Lucan se abrieron con incredulidad y… miedo.
—¿Qué… qué estás haciendo?
Mi voz no fue solo mía.
Fue la de mi madre.
De mi abuela.
De las lobas de sangre antigua que fueron silenciadas durante siglos.
Fue la voz de todas.
—Reclamo lo que nos negaron.
—Reclamo el derecho a defender mi manada.
—Reclamo la sangre y la luna.
Y tú, Lucan…
serás el primero en caer.
Levanté las manos.
Un anillo de luz se expandió a mi alrededor, elevándome apenas sobre el suelo.
La magia no era destrucción.
Era memoria. Legado. Amor.
Y fuego.
Lucan intentó alzar un escudo.
Invocó nombres olvidados. Gritó plegarias en lenguas muertas.
“Oh Kharaz’el… protégeme.”
Un nombre resonó en mi mente como veneno:
Kharaz’el.
Un dios antiguo. Un poder que se alimentaba del olvido, del miedo, del orden sin alma.
Pero incluso ese poder temía la luz que ahora ardía en mí.
El estallido fue como un segundo amanecer.
La energía que brotó de mis manos lo envolvió, lo arrastró, lo rompió desde dentro.
Su armadura se hizo polvo.
Sus runas se quemaron en su piel.
Y su voz se apagó.
Cayó de rodillas, jadeando, su rostro surcado por grietas de sombra.
—Esto… esto no termina aquí… —murmuró, antes de desplomarse.
Quizá no.
Pero esta batalla sí había terminado.
Corrí hacia Alaric. Lo encontré de pie a duras penas, su costado empapado en sangre, pero sus ojos…
sus ojos seguían firmes.
—Nunca dudé de ti, mi reina —susurró con una sonrisa rota.
Lo abracé con fuerza, mi cuerpo aún brillando, pero ahora también temblando por el alivio.
Mis lágrimas eran cálidas, no de tristeza, sino de liberación.
A lo lejos, la manada aulló.
Y en el aire, por encima de la sangre y la ceniza, las estrellas parecían responder.
En la cámara sagrada, los círculos de protección habían cambiado de color.
De azul pálido a plata intensa.
Y sobre cada uno de nuestros hijos… una marca brillaba.
Una marca que no podía borrarse.
El linaje no se rompe.
Renace.
Arde.
Y esta vez…
no se dejará apagar.