Renacer bajo la Luna
Jessed & Alaric
La primera luz del amanecer se coló entre las montañas, filtrándose lentamente por las grietas de las torres antiguas, bañando con un dorado tenue los muros de piedra. La noche, que parecía eterna y cargada de sombras, cedía finalmente ante el nuevo día. Pero aunque la oscuridad retrocedía, las heridas visibles y ocultas aún latían en cada rincón del castillo.
Desde el balcón del salón principal, Alaric y yo contemplábamos el vasto valle que se extendía ante nosotros, cubierto por la niebla matinal. La manada comenzaba a despertar, sus aullidos se mezclaban con el suave susurro del viento entre los árboles. Aquellos sonidos, que días atrás habrían sido llamados caos, ahora eran la melodía de la vida, la prueba de que habíamos resistido.
—Nunca imaginé que llegaríamos tan lejos —dijo Alaric, su voz profunda y llena de emoción, mientras apoyaba una mano firme sobre mi hombro—. Pero la sangre que corre por nuestras venas nos ha guiado siempre. Ese vínculo que ni siquiera la muerte puede romper.
Lo miré, encontrando en sus ojos el reflejo de mi propia determinación y esperanza. No éramos solo dos guerreros, ni dos líderes; éramos portadores de un legado que trascendía generaciones.
—Ahora —respondí, sintiendo cómo la responsabilidad pesaba sobre mis hombros, pero también la fuerza que nacía del amor—, no podemos limitarnos a sobrevivir. Debemos ser faros de luz para la manada, para todos aquellos que aún temen mostrar quiénes son realmente.
El consejo trabajaba sin descanso en la gran sala. Hombres y mujeres que antes dudaban ahora se unían bajo un mismo propósito, reparando alianzas rotas, reconstruyendo la confianza y preparando la manada para los desafíos que vendrían. Sabíamos que la amenaza externa no se había esfumado por completo; enemigos poderosos aún acechaban en las sombras, pero también comprendíamos que la batalla más difícil sería contra las dudas y miedos que llevábamos dentro.
Mis pensamientos, sin embargo, se dirigían una y otra vez hacia ellos: nuestros hijos. Los cinco pequeños portadores del linaje antiguo, cada uno con su propia chispa de poder, con la luz de la luna fluyendo por sus venas. En la cámara sagrada, bajo la protección de círculos ancestrales, sus frágiles cuerpos dormían, pero sus espíritus ya estaban despiertos.
—Ellos son el verdadero futuro —murmuré, tocando suavemente la medalla que me había regalado Kael, un símbolo del antiguo pacto—. Debemos protegerlos, incluso de nosotros mismos, porque el poder a veces puede cegar y corromper.
Alaric asintió con gravedad, sus ojos oscuros llenos de comprensión y amor.
—Lo haremos juntos, Jessed. No permitiremos que la sombra vuelva a caer sobre ellos ni sobre la manada. Somos un solo corazón, una sola fuerza.
En ese instante, la luna comenzó a elevarse de nuevo en el cielo, llena y majestuosa, lanzando su luz plateada sobre las tierras que protegíamos. Parecía observarnos con su brillo eterno, como si nos recordara la promesa que habíamos hecho y el destino que debíamos cumplir.
—Esta es nuestra promesa —dije, mirando la esfera celestial con una mezcla de reverencia y determinación—. No solo sobreviviremos. Renaceremos.
Sentí entonces un latido profundo en mi interior, un pulso que no era solo mío sino de toda la manada, de cada antepasado que había luchado por mantener vivo el vínculo con la luna. La sangre de la luna, la fuerza inquebrantable de la manada y el amor que nos unía formaban un poder que no podía ser derrotado.
Un poder que nos daba la fuerza para cambiar nuestro destino.
Para escribir una historia que las estrellas recordarían por siempre.
Alaric me miró fijamente y en sus ojos vi la misma llama que ardía en mí. Tomó mi mano con firmeza y juntos descendimos del balcón para reunirnos con el consejo y la manada.
—Tenemos mucho trabajo por delante —susurró él—. Pero esta vez, no estamos solos.
La manada, renovada y unida, se congregó en el gran salón, bajo la atenta mirada de los ancianos y los jóvenes. La luna iluminaba sus rostros, reflejando la esperanza y la determinación que ahora brillaban en sus corazones.
Kael se acercó, poniendo una mano sobre mi hombro, como un gesto silencioso de confianza y respaldo.
—Lo que han comenzado es más que una victoria —dijo con voz grave—. Es un renacimiento. Un despertar de la fuerza ancestral que los clanes creían perdida.
Miré a los rostros de aquellos guerreros, sus ojos brillaban con un fuego nuevo. Y supe, con certeza, que ningún poder en el mundo podría apagar esa luz.
Porque la sangre que corre por nuestras venas no solo recuerda, sino que también crea.
Y nosotros éramos el futuro.
Los días que siguieron a la caída de Lucan fueron una mezcla de intensa actividad y momentos de profunda reflexión. La manada, aunque fortalecida por la victoria, cargaba con las cicatrices de la guerra. En cada rincón del castillo y del territorio se escuchaban los ecos de reconstrucción: herreros que templaban acero para forjar nuevas armas, sacerdotes que bendecían la tierra y curanderos que trataban heridas físicas y espirituales.
Alaric y yo nos movíamos entre ellos, no solo como líderes, sino como símbolos vivos de la resistencia y esperanza. Aprendimos que el poder no solo reside en la fuerza bruta o la magia antigua, sino también en la capacidad de unir, de sanar y de inspirar.
Cada mañana, visitábamos la cámara sagrada donde nuestros hijos descansaban protegidos por el poder de Kael y los antiguos rituales. Verlos dormidos, con sus pequeños pechos subiendo y bajando al ritmo del sueño, me recordaba la fragilidad de la vida y la fuerza que cada uno llevaba dentro. Eran la promesa viva de que nuestro linaje no se rompería jamás.
—Ellos son la luz que guiará a la manada —susurró Alaric mientras me observaba—. Y nosotros debemos asegurarnos de que esa luz nunca se apague.