Eco de Llamas Antiguas
Alaric
La noche se cerró con un silencio expectante. Tras el anuncio de Jessed, el salón central del castillo rebosaba tensión. Las antorchas vibraban; los rostros de la manada reflejaban la mezcla entre incredulidad y temor ante lo que acababan de escuchar.
Las cicatrices en mis costados ardían con la urgencia del momento. Tomé un profundo aliento y avancé al frente, no como el Alfa desbordado por el deber, sino como un guerrero decidido a proteger lo que ama.
—Escuchadme —mi voz retumbó—. Lo que enfrentamos no es un fantasma del pasado. Es alguien… de la sangre misma, alguien que reclama lo que él cree que le fue estrechado por derechos oscuros.
Kael se apoyó en su bastón, observando a la manada como un veterano que ha visto mil batallas, pero nunca una tan compleja. Él fue quien repitió lo que nos temíamos:
—“Hijo de Arianne”, “prima de tu madre”… Eso lo hace familia, y esa verdad tiene peso. Pero también nos da una fortaleza que él no puede ignorar.
Miré a los miembros del consejo que me rodeaban: líderes de clanes menores, jefes de patrulla, sacerdotes lunares y centinelas.
—Si Lucan ha renacido con un poder alimentado por odio… necesitaremos más que táctica y fuerza. Necesitaremos estrategia, magia, alma. Y todos vosotros—me giré y extendí la voz—tendréis un papel en esto.
Un murmuro de aceptación, atemperado con el miedo, se propagó.
Entonces, pedí a los sabios lunares que construyeran un círculo protector fuera de los muros; pedí que las guarniciones se desplegaran en los accesos al bosque; que se reforzaran las torres de vigilancia. Cada gesto estaba sembrado de determinación, pero también de una sutil ansiedad.
Alaric volvió a mi lado. Allí, en su mirada, sentí el sol del mediodía rasgando la niebla de la incertidumbre.
—¿Confías en ellos? —preguntó, bajando la voz.
Sonreí con tristeza.
—La manada ha visto la oscuridad y ha elijido quedarse. Ahora lo demostrarán.
Kael, finalmente, habló de nuevo.
—Esta noche la manada dormirá en guardia. No habrá descanso hasta que sepamos si Lucan regresa a la luz por su odio, o si intenta arrastrarnos todos a su purga.
Uno a uno, los guardianes salieron del salón. Fui el último en abandonar el recinto, despidiéndome con una mirada a Jessed. Quise transmitir fuerza sin darme cuenta de que mis piernas temblaban de incertidumbre.
—Ven conmigo —dijo ella.
Caminamos hasta una de las terrazas, donde la luna se reflejaba en los estrechos ventanales. Nos quedamos en silencio. El viento traía aullidos lejanos de la manada nerviosa, lista para el nuevo día.
Jessed me abrazó de lado.
—No sé si seremos suficientes —confesó—, pero al menos combatiremos unidos.
Yo rozé sus labios.
—El odio puede reclamar —respondí—, pero el amor construye. Sea quien sea Lucan… nunca tendrá más de nosotros que lo que decidamos darle.
Ella asintió. Sus ojos lilas brillaron con lágrimas no derramadas.
—Entonces que venga —murmuró—. Porque no solo somos manada. Somos sangre. Somos luna. Y no dejaremos que nuestra luz se apague.
La luna, testigo plateada, brilló un instante más. Como si nos aplaudiera.
Y nosotros, ansiosos y temblorosos, regresamos al interior, donde el roble crujía por la vigilia de quienes sabían que la verdadera batalla apenas comenzaba.