Recuperación y Reconstrucción
Jessed
La batalla había terminado, pero el eco de sus consecuencias todavía retumbaba en cada rincón del territorio. La noche nos envolvía con su manto oscuro, y aunque la luna estaba llena, su luz parecía temblar al reflejar las heridas del campo.
Caminábamos entre la tierra marcada por pisadas, sangre y cenizas. A nuestro alrededor, la manada comenzaba a despertar de ese letargo de miedo y dolor. Algunos guerreros ayudaban a levantar a los heridos, otros cubrían a los caídos con mantos, susurrando plegarias antiguas que pedían descanso y paz.
Alaric se mantuvo firme a mi lado, aunque sus ojos mostraban el cansancio de una batalla que no solo fue física, sino también espiritual. Me tomó la mano y apretó suavemente, recordándome que no estábamos solos en esto.
—“Jessed, lo hicimos,” —me susurró con voz ronca—, “pero aún queda mucho por sanar.”
Sabía que hablaba del cuerpo, pero también del alma. Porque aunque la oscuridad había sido derrotada, las cicatrices emocionales todavía latían con fuerza en cada uno de nosotros.
El consejo y los ancianos rápidamente tomaron control, coordinando los sanadores que, con manos expertas y paciencia infinita, comenzaron a curar heridas visibles y a aliviar el peso invisible del miedo. La magia curativa de Kael se extendió como un bálsamo, brillando tenue sobre los cuerpos cansados.
La reconstrucción no se limitaba a los muros y hogares dañados. Era mucho más profunda. Era el renacer de la confianza, del lazo que nos unía como manada. A pesar de las pérdidas, sabíamos que esta prueba nos había hecho más fuertes, más unidos.
Nuestros hijos, que apenas habían cumplido un año, se convertían en el símbolo viviente de esa esperanza. Su risa infantil rompía el silencio, un sonido dulce que parecía sanar más que cualquier magia.
Vi a Kaelen jugar con Lyra y Darian, sus pequeñas manos entrelazadas mientras correteaban sin miedo, ajenos al mundo oscuro que habíamos enfrentado. Esa inocencia era nuestro tesoro más preciado.
En la plaza central, decidimos encender un fuego que sería mucho más que un simple refugio para la noche. Era un faro, una llama eterna que representaba nuestra voluntad de seguir adelante.
Alaric y yo nos sentamos junto al fuego, observando cómo las sombras danzaban al ritmo de las llamas, igual que lo hacían nuestros corazones: llenos de temor y de determinación.
Me apoyé en su hombro y respiré profundamente el aire frío de la noche, sintiendo la vibración de la manada a nuestro alrededor. Su energía me llenaba de fuerza y calma.
—“Prometimos protegerlos,” —dije, mirando sus ojos—, “y lo haremos. Pase lo que pase.”
Alaric asintió con firmeza, sus labios curvados en una sonrisa cansada pero sincera.
—“Por ellos, por nuestra manada, reconstruiremos todo. Y esta vez, será para siempre.”
Sabíamos que el futuro nos traería desafíos nuevos, quizá aún más difíciles. Pero también que no habría sombra lo suficientemente oscura para apagar la luz que habíamos encendido.
Con cada piedra colocada, con cada herida sanada, tejíamos la historia de una manada que se negaba a morir. Que renacía de sus cenizas, más fuerte y más sabia.
En ese momento, bajo la mirada eterna de la luna, entendí que la verdadera batalla no era contra enemigos externos, sino contra el miedo a ser vulnerables, a amar, a confiar.
Y mientras la manada aullaba a la noche, sus voces entrelazadas eran el juramento silencioso de que jamás permitiríamos que la oscuridad volviera a reinar.
Nosotros éramos la luz. Nosotros éramos el fuego.
Y juntos, empezaríamos de nuevo.