Luz en la Quietud
Jessed
La noche había caído con suavidad sobre el territorio, pintando el cielo de un azul profundo salpicado de estrellas. El aire estaba fresco, perfumado con la fragancia de los pinos y la tierra húmeda después de la lluvia. Todo parecía respirar tranquilidad, un lujo que no habíamos conocido en mucho tiempo.
Alaric estaba a mi lado, y aunque la batalla nos había dejado heridas visibles y cicatrices invisibles, en este momento solo existíamos nosotros dos, como si el mundo se hubiera reducido a la calma de este instante.
Nos sentamos junto a la chimenea en nuestra habitación, lejos del bullicio de la manada. La luz danzante sobre las paredes parecía querer contar una historia, y nosotros, cansados pero vivos, éramos los protagonistas.
Alaric me tomó la mano con una ternura que me hizo olvidar el dolor y la fatiga.
—Jessed —susurró con voz ronca por el cansancio—, todo esto, todo lo que hemos vivido… no habría sido soportable sin ti.
Su mirada, profunda y luminosa, me atravesó el alma.
—Y yo sin ti —respondí, con la voz temblorosa pero sincera—. Siempre has sido mi fuerza, mi refugio.
Nos acercamos lentamente, como si cada movimiento debiera ser guardado con reverencia. Su aliento acarició mi piel, y cuando sus labios tocaron los míos, fue como si el tiempo se detuviera.
No era solo un beso, sino la promesa de que, pese a las tormentas, seguiríamos juntos. Que nuestras almas, enlazadas por un lazo más fuerte que la magia o la sangre, continuarían latiendo al mismo ritmo.
Me recosté sobre su pecho, escuchando su corazón, ese tambor que había sido mi faro en las noches más oscuras.
—¿Sabes? —murmuré—, durante la batalla, en medio del caos, lo único que me mantuvo firme fue pensar en ti y en los niños.
Alaric apretó mi mano con suavidad.
—Ellos son la luz que nunca debemos perder —dijo—. Pero tú… tú eres mi luna, Jessed. Sin ti, no habría camino.
El silencio que siguió fue cálido, íntimo. En la quietud de la noche, nuestras almas se entrelazaron más allá de las palabras.
Luego, con cuidado, comenzó a recorrer mi piel con sus dedos, como si quisiera memorizar cada detalle, cada huella que la vida nos había dejado.
Sus manos hablaban el lenguaje de la ternura, de la admiración y el amor profundo, sanando cada parte de mí que la batalla había lastimado.
Nos fundimos en un abrazo que parecía borrar el tiempo, un refugio donde solo existía la calma, el amor y la esperanza.
Esa noche, bajo el manto de estrellas, aprendimos que el verdadero triunfo no estaba solo en la victoria sobre la oscuridad, sino en la capacidad de seguir amándonos, reconstruyendo nuestro hogar con cada latido compartido.
Y en ese amor, la manada encontraba su raíz más poderosa.