Coronada por el destino, marcada por el deseo

Capítulo 83

Raíces que Florecen

Jessed

Las ramas del viejo roble que plantamos aquella noche —cuando enterramos las espadas bajo la luna— ahora rozaban el cielo con orgullo. Había crecido como nuestra historia: fuerte, resistente y lleno de vida.

Mis pasos me llevaron hasta el jardín interior, donde el sol filtraba sus rayos entre hojas danzantes. Era una tarde suave, de esas que parecen bendecidas por las diosas.

Allí estaban.
Mis hijos.
Mi legado.

Kaelen, el mayor, entrenaba con Alaric en un rincón del claro. Sus movimientos eran precisos, su postura impecable. Pero lo que más me enorgullecía no era su fuerza, sino su capacidad para proteger sin dominar, para liderar sin alzar la voz más de lo necesario. Era un reflejo de su padre… pero con la paciencia que él decía haber heredado de mí.
—Tú no mandas, Kaelen —le solía decir de niña—. Inspiras. Y esa es la diferencia entre un lobo y un tirano.

Lyra, mi pequeña loba de fuego, tejía coronas de flores junto a Seren. Su cabello castaño oscuro, como el mío, flotaba al viento. La luna la había tocado con dulzura, y su poder con las plantas crecía con cada estación. Ella sentía los pulsos de la tierra como quien escucha una canción secreta.
—Tú no sanas solo heridas, hija —le dije una vez, mientras curaba una raíz herida—. Sanas historias.

Eryon, tan silencioso como las estrellas, observaba desde lo alto de una rama. Siempre fue el más callado, el más introspectivo. A los cinco años dibujó un mapa estelar sin ayuda. A los doce, ya era un lector de signos lunares.
—Tú no hablas poco, Eryon —le dije una noche—. Tú hablas cuando las palabras tienen peso.

Seren, con la dulzura de la brisa, se reía con Lyra. Era mi pacificadora, la que calmaba discusiones con solo mirarte. Su poder no era violento, pero era sólido. Cuando ponía límites, incluso los lobos más testarudos se detenían.
—Tú no necesitas rugir, Seren —le expliqué una vez—. Tu corazón ya habla alto.

Darian, el más joven de los cinco, ayudaba a un cachorro perdido a encontrar el camino hacia la cabaña. Había nacido con el don del vínculo: podía hablar con los animales, con la lluvia, con los vientos. Decía que soñaba con lugares que nadie más conocía.
—Tú no estás solo, Darian —le decía siempre que despertaba de uno de sus sueños—. El mundo invisible también camina contigo.

Y entonces, el milagro.

Las tres nuevas cachorras nacidas hacía apenas tres semanas dormían cerca de mí, envueltas en mantas tejidas con hilos del Norte y bordadas con símbolos del Este.
Alaric decía que tenían mis ojos, y no sólo lo decía por el color lila, sino por la intensidad con que me miraban… como si ya supieran.

Naela, la mayor, abría los ojos cada vez que la luna asomaba, incluso de día. Tenía una pequeña marca en el hombro, como la que yo porté al nacer.
Isryn, la del medio, lloraba poco y reía mucho. Ya había comenzado a emitir pequeños destellos de luz cuando tocaba a sus hermanos.
Maelis, la menor, apenas abría los ojos, pero podía percibir a cualquiera que se le acercara. Incluso cuando yo estaba a metros, volteaba al oír mi respiración.

—Tres más… —dijo Alaric al atardecer, abrazándome por la cintura—. Y todas como tú. Fuertes, calladas… sabias.
—No son como yo —le respondí—. Son más que yo. Ellas vienen con algo nuevo. Como si fueran las guardianas de un futuro aún sin nombre.

Aquella noche, cuando todos dormían, me senté sola bajo el roble. La luna estaba llena, alta, como una madre vigilante.

Recordé el dolor. Las batallas. Los nombres de quienes no llegaron a ver esto.

Y lloré. No de tristeza, sino de gratitud.
Lloré porque había sembrado sangre… y floreció amor.

Cerré los ojos. Y sentí a la luna susurrar:

“Lo que nace de la luz no puede morir en la sombra.
Este linaje, marcado por el fuego y la luna,
será raíz, será torre, será canción.
Tres hijas, siete estrellas.
Una era nueva comienza…”

Cuando abrí los ojos, Naela, Isryn y Maelis dormían profundamente.
Pero sonreían.




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