Legado y Maternidad
Jessed
El sol comenzaba a descender detrás de las montañas, pintando el cielo con tonos dorados y púrpuras que parecían fundirse con la sangre antigua que corría por mis venas. En el jardín que habíamos sembrado juntos, mis manos recorrían con cuidado la tierra fresca alrededor de las nuevas flores y hierbas, como si regara no solo plantas, sino también sueños, memorias y esperanzas. La tierra era fértil, no solo de vida, sino de historia, y yo sentía que cada pequeño brote era un latido del tiempo, una promesa que yo debía proteger.
Veía con ternura a mis tres nuevas vidas, mis tres cachorras, pequeñas y frágiles, pero tan llenas de fuerza que parecía imposible que alguna sombra pudiera tocarlas. Sus suaves respiraciones y sus manitas diminutas eran la continuidad de un legado que jamás se rompería, la encarnación viva de la sangre de lobas que nos precedieron y de las lunas que nos guiaron.
Mientras las observaba, sentí una mezcla de asombro y gratitud. “¿Cómo es posible que algo tan pequeño tenga dentro tanto poder?”, susurré para mí misma. Una de ellas, con ojos tan violetas como los míos, me miró fijamente como si entendiera cada palabra, y una sonrisa cálida se dibujó en mis labios.
Alaric se acercó lentamente, dejando caer suavemente su mano sobre mi hombro. Su mirada se posó en las cachorras y luego volvió hacia mí, llena de esa mezcla de amor y respeto que solo compartíamos después de tantos años juntos.
—Ellas son la prueba viviente de todo por lo que hemos luchado —dijo en voz baja—. Y también la promesa de que nuestra historia continúa.
Lo miré, emocionada. —A veces siento que llevo en mi pecho no solo a estas pequeñas, sino a todas las generaciones que vinieron antes que yo. Que soy su voz, su fuerza. Y también su guardiana.
Alaric asintió. —Lo eres, Jessed. Y también eres la madre que necesita esta manada para seguir adelante. Porque ser madre no es solo dar vida, es enseñar, proteger, guiar… y, cuando llegue el momento, dejar ir.
La noche cayó con suavidad, y la luna apareció en el cielo, su luz plateada bañando el jardín. Las sombras danzaban entre las flores, y en ese instante, las cachorras comenzaron a moverse, jugueteando entre ellas, tropezando, pero sin rendirse. Me acerqué y acaricié la cabeza de la más pequeña, que se acurrucó contra mi mano con un suspiro dulce.
—Tú te parecerás mucho a mí —le susurré—. Fuerte, orgullosa… pero con un corazón tan grande como la luna.
Una sonrisa se dibujó en mi rostro mientras Alaric y yo nos sentábamos juntos, mirando a nuestras hijas crecer bajo el amparo de un cielo que parecía bendecirnos.
—¿Sabes? —me dijo él—. Creo que cada vez que la luna llena aparece, ella nos recuerda quiénes somos realmente. Que somos parte de algo más grande, algo eterno.
Lo miré, sintiendo el peso de esas palabras como un abrazo cálido. —Y eso me da esperanza, Alaric. Que mientras haya luna, habrá manada. Y mientras haya manada, habrá amor.
En silencio, nuestras manos se entrelazaron, y sentí que en ese lazo no solo había amor entre dos almas, sino también el vínculo con todas las generaciones pasadas y futuras que nos habían traído hasta aquí.
La maternidad me había enseñado que el verdadero legado no está solo en la sangre, sino en el amor que damos, en las historias que contamos y en la fuerza que compartimos.
Y bajo la luz plateada de la luna, supe que estábamos preparados para lo que viniera.