Coronas de hielo y sangre.

Prólogo.

El aire de la Catedral estaba cargado con el aroma de lirios blancos y la antigua magia de los votos. Thomas Visconti se ajustó el cuello de su traje. A su lado, su hermano Thiron le dio una palmada en la espalda, un golpe un poco más fuerte de lo fraternalmente necesario. Su sonrisa era perfecta, afilada como el cristal, pero no llegaba a sus ojos.

—Relájate, hermano. Es solo un "para siempre".

La voz de Thiron era suave, pero Thomas captó el matiz de burla. Su hermano siempre había disfrutado viéndolo nervioso, recordándole sutilmente que él, nunca cometería el error de anteponer el corazón al poder.

A Thomas el "para siempre" no le asustaba. Lo que le asustaba era la multitud. Cientos de rostros —aristócratas de clanes vampíricos, alfas de manadas aliadas, e incluso su padre, el Rey Teo, en la primera fila— lo miraban.

Pero luego de lo que pareció una eternidad, no importaba. Nada de eso importaba, porque la música había comenzado.

Thomas contuvo el aliento. Sabía lo que decía la ley antigua. Sabía que Ruth, no era a quién estaba destinado. El destino no la había elegido para él. Su sangre no la llamaba, y su lobo interior gruñía, inquieto ante una unión sin lazo.

Pero a él le daba igual. Había luchado durante meses contra su propia bestia para doblegarla a su voluntad. El hombre había elegido, y el lobo, a regañadientes, obedecía. El destino podía quedarse con su perfección. Thomas había elegido el amor.

Un amor real, imperfecto y cálido que había crecido entre pasillos secretos del palacio y risas robadas en la cocina.

Y entonces la vio.

Ruth apareció al final del pasillo. Su velo no podía ocultar la cascada de cabello cobrizo ni la sonrisa que él adoraba. Avanzó, y su sangre de vampiro, usualmente fría, se sintió cálida.

Llegó a su lado. Él le ofreció la mano, y ella, temblando visiblemente, la tomó. El contacto de su piel era gélido.

Avanzaron juntos los últimos pasos hasta el altar. El Sacerdote Supremo alzó la voz, sus palabras resonando en la magia de la catedral.

—Estamos hoy aquí reunidos para unir a Thomas Visconti y Ruth Nerini en sagrado matrimonio. Este es un lazo que une no solo dos almas, sino dos familias y dos destinos.

El Sacerdote mira a Thomas.

—Thomas Visconti, ¿aceptas a Ruth Nerini como tu legítima esposa, para amarla, honrarla y protegerla, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, renunciando a todos los demás, mientras ambos vivan?

Thomas ni siquiera dudó. Se giró hacia ella, sus ojos negros fijos en los suyos.

—Acepto —dijo, su voz firme, sellando su elección contra el mundo.

El Sacerdote se giró.

—Ruth Nerini, ¿aceptas a Thomas Visconti como tu legítimo esposo, para amarlo, honrarlo y respetarlo, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, renunciando a todos los demás, mientras ambos vivan?

Hubo un silencio. Un silencio que se estiró un segundo, luego dos. La sonrisa de Ruth temblaba.

—Y tú, Ruth —repitió el Sacerdote, con más suavidad—, ¿aceptas a Thomas Visconti como tu legítimo esposo...?

—Ruth... —susurró Thomas, sintiendo un nudo de hielo en el estómago.

Ella levantó la vista. Sus ojos no brillaban de amor; estaban inundados de pánico. Soltó la mano de Thomas como si le quemara.

—No puedo —dijo ella, su voz era un sollozo ahogado.

—¿Qué? —preguntó él, su sonrisa congelándose, la palabra "acepto" todavía resonando en sus oídos.

—No puedo hacer esto, Thomas. Lo siento. ¡Lo siento!

Y ante cien testigos, ante el Rey y la Reina, en el preciso instante de su voto, Ruth se dio la vuelta. Se recogió el vestido y, sin mirar atrás, corrió.

Corrió por el pasillo, alejándose de él.

El sonido de sus tacones contra la piedra fue lo único que se escuchó. Y luego, el portazo de la catedral resonando como un disparo.

Humillación. Fría, absoluta y pública.

Thomas quedó inmóvil. Podía sentir la mirada de Thiron a su lado. Escuchó un suspiro controlado, el sonido de la falsa conmoción.

—Qué tragedia —murmuró Thiron, lo suficientemente alto para que Thomas lo oyera, y su voz estaba impregnada de una satisfacción tan densa que era casi un perfume. El bastardo estaba disfrutando.

Mientras tanto, en la primera fila, Lucrecia Nerini se había quedado de piedra, sentada en el banco con la boca entreabierta. El horror paralizaba sus facciones. Sus ojos seguían fijos en la puerta de la catedral que su hija acababa de atravesar. Estaba atónita, incapaz de procesar el escándalo. No entendía nada. ¿Qué le había pasado a su hija? Esta mañana, Ruth estaba nerviosa, sí, ¿pero qué novia no lo está? Había soñado con este día. Lucrecia no entendía qué la había hecho cambiar de opinión de una forma tan brutal y pública, qué la había hecho huir del mismísimo príncipe. El príncipe con quien había crecido, el joven al que ella misma había visto corretear por las cocinas del palacio buscando galletas. Thomas y Ruth habían sido inseparables desde niños. ¿Qué podía ser tan terrible para hacerla huir del hombre que, Lucrecia estaba segura, amaba desde niña?

Thomas podía sentir los ojos negros de su padre clavados en su nuca, no con pena, sino con una ira glacial. Su padre nunca estuvo del todo de acuerdo. Él, que se había casado con su madre por el lazo, siempre describió ese momento como un hechizo; un golpe de magia que lo había enamorado al instante y para siempre. Pero Thomas había sido terco. Había insistido, en innumerables discusiones en el salón del trono, que lo que sentía por Ruth era lo mismo, o incluso más poderoso, porque era elegida . Había luchado por este amor.

El amor que lo había destrozado.

Thomas Visconti bajó lentamente la mano que tenía extendida. Cuando levantó la vista, el calor se había ido. Sus ojos, antes negros y vivos, eran ahora pozos de hielo.

Y en las profundidades, por primera vez, el rojo de su sangre vampírica comenzó a arder.



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En el texto hay: magia amor seres sobrenaturales

Editado: 29.10.2025

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