Coronas de hielo y sangre.

Capítulo 4.

Emily.

Su mano seguía extendida. Fuerte, pálida y manchada con la sangre de nuestros enemigos. La mano del Príncipe Tirano.

Pero era también la mano que me había defendido. La mano que me ofrecía sacar a mi nonna de esta vida miserable.

Intenté buscar en mi interior esa chispa de videncia, un susurro, una imagen, cualquier cosa que me dijera si estaba firmando mi sentencia de muerte. Pero no había nada. El pánico, el frío y la abrumadora presencia de este hombre habían apagado mi don por completo. Estaba sorda y ciega. Sola.

Hoy eres una camarera. Mañana por la noche, serás la mujer que hará arder el consejo de las Hadas.

Miré sus ojos negros, tan oscuros como el callejón. Ya no me importaba arder, si podía llevarme a algunos de ellos conmigo.

Puse mi mano temblorosa sobre la suya.

Su piel estaba caliente, casi febril contra la mía, helada por la lluvia. En el instante en que volvimos a tocarnos, el lazo no explotó como antes; Fue un zumbido sordo, una corriente de energía que me subió por el brazo y se instaló en mi pecho. Un ancla.

Sus dedos se cerraron sobre los míos. No fue un apretón suave. Fue una captura.

—Bien —dijo, su voz sin inflexiones.

No me soltó. Tiró de mí, sacándome de la pared y poniéndome a su lado. Me sentí diminuta junto a él.

—Camina —ordenó— Mi hombre está vigilando.

Me puso una mano en la parte baja de la espalda para guiarme fuera del callejón. Su tacto era posesivo, firme. No era el toque baboso y asqueroso de Barton; era un toque que decía: Mía . Un toque que me marcaba a fuego.

Salimos a la calle iluminada por las farolas. La lluvia había amainado, pero el aire era helado.

Vi el auto. No era un auto. Era una bestia de acero negro y brillante, un Bentley tan caro que probablemente valía más que toda la calle. Junto a la puerta del conductor había otro hombre. Era enorme, más corpulento que Thomas, y estaba vestido de negro táctico. Irradiaba un peligro silencioso.

—Lucien —dijo Thomas.

El hombre tenía sus ojos fijos en mí, analizándome. Eran ojos que no se perdían nada. Lucien no me abrió la puerta. Se dirigió al asiento del conductor. Fue Thomas quien abrió la puerta trasera para mí. Un gesto de caballero hecho por un secuestrador.

Dudé.

—Entra, Emily —dijo Thomas, su voz sin paciencia.

Me metí dentro. El interior me tocó con un lujo que nunca había experimentado. Los asientos eran de un cuero tan suave que parecía seda, y olía... olía a él. Una mezcla de algo metálico y un aroma caro y especiado que me llenó los pulmones. Era cálido.

Thomas entró por el otro lado, llenando el espacio. De repente, el lujoso asiento trasero se sentía como una jaula diminuta. Lucien arrancó el motor, un ronroneo silencioso y poderoso.

—Tenemos que hacer una parada —le dijo Thomas a Lucien—. La abuela.

Lucien solo lo miró por el espejo retrovisor, una ceja levantada. No dijo nada.

Yo estaba temblando. La adrenalina se desvanecía, reemplazada por el frío húmedo de mi uniforme de camarera. Mis dientes castañeteaban.

Oí un movimiento. Thomas se estaba quitando el saco de su traje. Era negro, probablemente de cachemira, y debía costar una fortuna.

—Extiende los brazos —ordenó.

Lo miré, confundida.

Soltó un suspiro impaciente, como si estuviera tratando con una niña tonta. —No vas a llegar al palacio pareciendo una rata ahogada. Te resfriarás, y no tengo tiempo para una prometida enferma. Extiende los brazos.

Obedecí, aturdida.

Él me puso el saco sobre los hombros. Era increíblemente pesado y cálido. El calor me envolvió al instante, y su olor se intensificó. Me sentí... protegida. Y eso me aterrorizó más que nada.

Me acurruqué dentro de él, sintiendo cómo el temblor disminuía.

—Dame la dirección —dijo, su voz volviendo a ser puro negocio.

Le di la dirección de la cabaña de mi nonna .

El auto se deslizó por las calles vacías. El silencio era denso. Lucien conducía, Thomas miraba por la ventana, su mandíbula apretada. Yo solo intentaba respirar dentro de su chaqueta.

—Reglas —dijo de repente, sin mirarme.

Me tensé.

—Si vas a sobrevivir mañana por la noche, vas a necesitar reglas.

Asentí, aunque él no me estaba mirando.

—Regla número uno —se giró, y sus ojos negros me atraparon en la oscuridad del auto—. Me llamas Thomas. Ni "Alteza", ni "Príncipe", ni "Señor". Especialmente no delante de mi familia. Mi prometida me llamaría por mi nombre. ¿Entendido?

—Sí. Thomas.

—Regla número dos. No hables con mi hermano. Thiron intentará acorralarte. Te hará preguntas capciosas, te dirá cosas para asustarte. Tú lo miras, sonríes dulcemente, y me buscas a mí. No le responde nada. Nunca. Él es una serpiente, y te morderá si le das la oportunidad.

Tragué saliva. —Entendido.

—Regla número tres. Y esta es la más importante de todas, Emily. —Se inclinó un poco más cerca. El calor de su cuerpo era casi sofocante—. No me mientas.

El aire se quedó atascado en mis pulmones.

—Puedes tenerme miedo. Puedes odiarme. Me da igual. Pero si me mientes... si detecto una sola mentira en lo que me dices sobre Rosa, sobre los Bellini, o sobre cualquier cosa relacionada con el plan, esta alianza se acaba. Te dejaré caer tan rápido que no sabrás qué te tocó. Y te garantizo que Thiron y mi padre no serán tan... amables... como yo. ¿Está claro?

La ironía era tan amarga que casi me hizo reír. Mi vida entera, a partir de este momento, era una mentira. Y él exigía la verdad.

—Clarísimo —susurré.

Él asintió, satisfecho. Se reclinó contra el asiento. —Bien. Ahora, cuéntame todo sobre tu "prima". Rosa Bellini.

Mi garganta se cerró. ¿Contarle sobre Rosa? Mi hermana. La chica de oro. La hija perfecta que yo nunca pude ser.

—¿Qué quieres saber? —mi voz sonó hueca, sin vida.

—Todo —dijo Thomas. Su intensidad era un peso sobre mis hombros—. Su poder. Sus debilidades. Sus miedos. Sus aliados en la corte. Todo lo que usarías para destruirla, quiero saberlo.



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En el texto hay: magia amor seres sobrenaturales

Editado: 29.10.2025

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