Coronas de hielo y sangre.

Capítulo 8.

Emily.

Me quedé en mi silla mucho después de que Thomas se fuera, la orden de intenta dormir resonando como una broma cruel. ¿Dormir? Mi cuerpo vibraba con una mezcla tóxica de terror, agotamiento y una extraña y peligrosa chispa de adrenalina.

Regresé a la suite. Encontré a mi nonna sentada en la pequeña sala de estar, bebiendo tranquilamente una taza de café y mirando las noticias en la enorme pantalla de la pared. Parecía una reina en el exilio.

Me vio y apagó la pantalla.

—Así que —dijo, su voz tranquila—. Sobreviviste a la guarida del lobo.

Me dejé caer en el sofá de seda frente a ella.

—Me creyó. Le dije la verdad, y me creyó.

—Por supuesto que te creyó. La verdad tiene un peso que ninguna mentira puede imitar —tomó un sorbo—. Pero ¿qué te costó?

—Tengo que ser ella. La Bellini Vengativa. Tengo que enfrentarlos. Nonna, van a venir. Papá, Mamá... y Rosa. Thomas lo confirmó.

Mi nonna dejó la taza con un clic preciso.

—Bien.

—¿Bien? ¡Nonna, es un desastre! ¡Me van a... me van a destrozar!

Ella me miró, y sus ojos, generalmente cálidos, eran tan duros como el mármol del palacio.

—Te destrozaron hace años, bambina. Te echaron. Te repudiaron. Te llamaron defectuosa. ¿Qué más pueden hacerte que no te hayan hecho ya?

—Humillarme. Exponerme como una mentirosa frente al Rey Teo y a Thiron.

—No —dijo ella, inclinándose hacia adelante—. Solo pueden humillarte si tú se lo permites. El odio es un fuego caliente y estúpido, Emily. Lo que vas a mostrarles esta noche es frío. Vas a mostrarles indiferencia. El odio dice 'me importas lo suficiente como para destruirte'. La indiferencia dice 'no existes'. Eso... eso es lo que les romperá el corazón.

Sus palabras se asentaron en mí. Frialdad. Indiferencia. La máscara de Thomas.

Pasamos las siguientes horas en un silencio tenso. Intenté comer algo del festín que nos habían dejado, pero todo sabía raro. Intenté dormir, pero cada vez que cerraba los ojos, veía el rostro de mi hermana Rosa.

A las siete en punto, exactamente como Thomas había dicho, llamaron a la puerta.

No era Livia. Eran tres mujeres vestidas de un gris impecable. No parecían sirvientas; parecían técnicas de un laboratorio.

—Señorita Bellini —dijo la que parecía la líder—. Estamos aquí para su preparación para la cena.

Me llevaron al vestidor. Lo que siguió no fue un cambio de imagen. Fue un desmontaje. Me metieron en una ducha de vapor, me frotaron la piel hasta dejarla roja, me masajearon con aceites que olían a sándalo y ámbar.

Cuando llegó el momento de mi cabello, hubo una pausa. —El rosa... —dijo una, con desdén—. ¿Cubrimos el color?

—No —la voz de Livia sonó desde la puerta. Ni siquiera la había oído entrar—. El Príncipe fue explícito. El cabello se queda. Dijo que era un recordatorio de que ella no es una de ellos.

Así que peinaron mi cabello rosa, domándolo en una intrincada serie de trenzas y nudos que dejaban mi nuca y mis pómulos expuestos. Era elegante, pero también era una declaración: No me estoy escondiendo.

Entonces, trajeron el vestido.

No era el verde de esta mañana. Era de un color que solo podía describir como azul medianoche. Era de una seda tan oscura que casi parecía negra, pero bajo la luz, brillaba con la profundidad del océano. De manga larga, cuello alto, y se ceñía a mi cuerpo como una segunda piel antes de caer al suelo en una pesada cascada de tela.

Cuando me lo puse, me miré en el espejo de cuerpo entero. La camarera del bar se había ido. La niña asustada se había ido.

La mujer que me devolvía la mirada era fría, hermosa y peligrosa. Tenía los ojos celestes de mi madre y los pómulos afilados de mi padre. El vestido era mi armadura. El cabello rosa era mi bandera de guerra.

—Ahora —dijo Livia, con un atisbo de aprobación—. Las joyas. El Príncipe las seleccionó él mismo.

No era un collar de diamantes. Era una gargantilla. Un aro de platino liso que se ajustaba perfectamente a mi cuello, del que colgaba una única lágrima de zafiro negro, tan oscuro como los ojos de Thomas. Era una pieza hermosa. También parecía un collar de perro. Un recordatorio de a quién pertenece.

—Es hora —dijo Livia—. Faltan cinco minutos.

Mi nonna entró en el vestidor. Estaba vestida con el abrigo azul marino que había traído, luciendo más regia que cualquier reina. Me miró de arriba abajo. — Coraggio, bambina —susurró—. Recuerda. Fría como el hielo.

Asentí, mi corazón latiendo con fuerza contra el zafiro.

Salimos de la suite. Livia nos guio de regreso al ascensor privado. —¿Y Thomas? —pregunté, mi voz sonando extrañamente tranquila.

—El Príncipe las encontrará abajo.

El ascensor descendió, esta vez no al garaje, sino al piso principal de la cena. Mi estómago dio un vuelco.

Las puertas se abrieron.

Estábamos en un gran salón de mármol negro, que daba a unas enormes puertas dobles de roble. Lucien, la sombra de Thomas, estaba allí, vestido con un impecable traje negro.



#637 en Fantasía
#114 en Magia
#3054 en Novela romántica
#1013 en Chick lit

En el texto hay: magia amor seres sobrenaturales

Editado: 19.11.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.