Correo equivocado, corazón correcto.

Capítulo 2

Al parecer, los rumores viajan más rápido que el Wi-Fi.
Son las nueve de la mañana y ya todos en el piso saben que mandé el correo.
EL CORREO, en mayúsculas, con aura de leyenda y música de suspenso.

Cada vez que entro a la cocina por un café, alguien tose con disimulo.
—Camila, ¿vos fuiste la del meme del jefe? —me pregunta un chico de diseño, con esa mezcla de respeto y fascinación con la que se mira a alguien que sobrevivió a una catástrofe.
—Depende —respondo—. ¿La del correo o la del otro correo que arruinó la base de datos?
—¿Arruinaste la base de datos?
—No. Pero ahora que lo mencionás, tengo algo con lo que distraerlos —digo, sonriendo y saliendo con mi taza.

Mi compañera Sofi me sigue el paso, divertida.
—Te volviste famosa, Cami. Hasta los de Recursos Humanos te mencionaron en la charla de buenas prácticas digitales.
—Excelente. Próximo paso: una placa con mi nombre en el salón de los horrores corporativos.

Llegamos a nuestros escritorios. Mi bandeja de entrada parece una zona de guerra: correos de bienvenida, tareas pendientes, y el bendito hilo del meme, todavía ahí, como un recordatorio de que mi vida laboral pende de un clic.
—¿Ya lo viste? —me pregunta Sofi, asomándose por encima de mi monitor.
—¿El correo de Adrián? Sí, el que dice “lo hablamos en cinco minutos”. Sí, ya lo vi, ya lo viví, ya lo superé… más o menos.
—No, Cami. Este —dice, y me señala uno nuevo.

De: Adrián Vega
Asunto: “Proyecto Atlas — Equipo designado”

Lo abro.
Y ahí está.
Mi nombre. En la lista. Junto al suyo.

—No —digo en voz baja.
—Sí —responde Sofi, con una sonrisa malévola.
—No puede ser. ¿Por qué yo? Hay veinte personas más capacitadas, equilibradas, con menos historial de memes corporativos…
—O capaz —dice ella, arqueando una ceja—, le caíste bien.
—Sí, seguro. “Qué encanto la chica que me comparó con un robot del capitalismo, pongámosla en mi equipo de trabajo”.

Antes de poder seguir despotricando, escuchamos pasos.
Y ahí está él.
Adrián Vega. Perfectamente vestido, perfectamente serio, perfectamente… él.
Cruza la oficina sin mirar a nadie, pero todos lo siguen con la mirada. Es como si el aire se ordenara cuando él pasa.
Se detiene justo al lado de mi escritorio.

—Torres. Reunión en sala 3. Cinco minutos.
¿Otra vez cinco minutos? ¿Es su número de la suerte o su amenaza estándar? pienso, pero solo asiento.
—Sí, claro. Sala 3. Perfecto.

Cuando se va, Sofi me da un codazo.
—Dios, Cami, cómo podés hablarle sin tartamudear.
—Porque estoy demasiado ocupada intentando no desmayarme.

Cinco minutos después, estoy sentada frente a él, en una mesa de vidrio que refleja mi cara de pánico y su expresión de estatua griega.
—Bien, Torres —empieza, abriendo su laptop—. Vamos a trabajar juntos en la campaña Atlas. Es una presentación importante, y necesito alguien que tenga ideas frescas.
—¿Y pensó en mí? —pregunto, genuinamente confundida.
—Digamos que me intriga saber si su nivel de creatividad es proporcional a su capacidad para generar caos.

Me río nerviosa. —No sabría si tomar eso como un cumplido o una advertencia.
—Ambas —dice él, sin levantar la vista.

Mientras me explica los lineamientos del proyecto, intento concentrarme. Lo juro. Pero cada vez que se ajusta la corbata, mi cerebro hace un corto circuito.
Tiene esa presencia que te obliga a enderezarte, a elegir bien las palabras… o al menos a intentarlo.

—Entonces, Torres —dice de pronto—, ¿qué le parece la propuesta inicial?
—Perfecta —respondo, sin saber de qué propuesta habla.
—¿La leyó?
—Definitivamente… no.
Silencio. Largo.
Él me mira, yo lo miro, y mi cerebro envía señales de por favor, tierra, trágame.
Finalmente, él suelta un leve suspiro.
—Voy a darle una copia. Y un consejo: lea antes de opinar.
—Anotado.

Por un segundo, lo veo contener una sonrisa.
Una muy leve, pero real.
Y eso, honestamente, desarma toda mi defensa.

Salgo de la reunión con la sensación de haber pasado un examen sin estudiar.
Sofi me espera afuera.
—¿Y? ¿Te echó?
—Peor. Me reclutó.
—¿Para su equipo?
—Para su venganza emocional, probablemente.

Pero mientras vuelvo a mi escritorio, con la carpeta del “Proyecto Atlas” en la mano, una parte de mí —la más irresponsable— sonríe.
Porque si algo aprendí en mis pocas horas en esta empresa, es que cuando el universo te pone frente a tu jefe inaccesible, elegante e irritantemente atractivo…
probablemente estés a punto de meterte en un lío mucho más grande que un simple correo.




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