Correo equivocado, corazón correcto.

Capítulo 4

Si hubiera un manual titulado Cómo comportarte profesionalmente cuando tu jefe tiene una sonrisa que podría derretir el Polo Norte, lo compraría. En tapa dura. Y lo subrayaría con marcador fluorescente.

Porque desde que trabajo directamente con Adrián, mi capacidad para comportarme como un ser humano funcional está en franca decadencia.

Ya no es solo que me cuesta mirarlo a los ojos sin pensar en el correo maldito del gato. Es que ahora… me mira distinto.
No es mi imaginación. O eso quiero creer.

Antes su mirada era analítica, profesional, la de alguien que observa cada detalle buscando errores. Ahora tiene ese matiz nuevo: como si me estudiara, sí, pero también como si se divirtiera haciéndolo.

Hoy tenemos sesión de brainstorming. Yo llego con veinte minutos de anticipación porque todavía no supero el trauma de haber llegado tarde el primer día.
El resto del equipo va llegando, entre bostezos y pantallas encendidas. Adrián entra último, con una taza de café y esa calma que parece venir incluida con su sueldo.

—Buenos días —saluda, y todos responden casi en coro.
Yo también, pero el mío suena más a “buenos nervios”.

Se sienta frente a mí, abre su laptop y, sin levantar la vista, pregunta:
—Camila, ¿tenés algo para abrir la lluvia de ideas?

Genial. Aún no pasaron ni tres minutos y ya me lanzó al escenario.
—Sí —respondo, improvisando con la seguridad de quien no tiene la menor idea de lo que está por decir—.
Propongo que enfoquemos la campaña desde el lado emocional del usuario. Algo que diga “te entendemos, te acompañamos y te hacemos reír cuando lo necesitás”.
—Ajá —dice él, asintiendo apenas—. ¿Y el eslogan?
Lo pienso unos segundos.
—“Hazlo con pasión o con café.”

Un silencio corto. Y luego, su voz:
—¿Y si no hay café?

No puedo evitar sonreír.
—Entonces fingí que lo hay. —Lo digo sin pensar, y para mi sorpresa, él se ríe. Una risa baja, sincera, que le cambia toda la expresión.

El resto del equipo se relaja, y de repente el ambiente ya no parece una evaluación, sino una charla real.
Y es entonces cuando lo noto: la tensión entre nosotros no es incómoda. Es divertida.

Durante la reunión, Adrián empieza a soltar comentarios sutiles, pequeñas ironías que solo yo entiendo.
—Podríamos usar ideas… espontáneas —dice mirando hacia mí.
Yo sonrío y niego con la cabeza.
—Lo de los gatos ya fue tendencia. —Él contiene una sonrisa, pero sus ojos brillan.

No sé si lo hace a propósito, pero cada vez que hablo, su atención se clava en mí. Y, por supuesto, eso significa que mis manos tiemblan, mi bolígrafo se cae y mi voz se quiebra en el peor momento.
En resumen: soy una tragicomedia con piernas.

Al final, él cierra su laptop con un golpe suave y dice:
—Buen trabajo, equipo. Reunión productiva.

Más tarde, mientras preparo la presentación para la tarde, lo escucho reírse desde su despacho. No suele hacerlo.
Me asomo.
Está mirando su pantalla, con una ceja arqueada.
—¿Puedo saber de qué se ríe el director creativo más serio del edificio? —pregunto, cruzada de brazos.
—De nada —responde, aunque el brillo en sus ojos lo contradice.
—¿Nada o un meme? —insisto.
—Depende. ¿Considerás tus propios errores materiales sensibles?
—Depende. ¿Te estás riendo del correo otra vez?
Él sonríe sin levantar la vista.
—Jamás. Solo lo guardé en una carpeta de “referencias humorísticas”.

Estoy segura de que me ruboricé.
—Eso es ilegal —le digo.
—Entonces demandame. —Lo dice tan tranquilo que me quedo sin palabras.

A la tarde, me pide que revise su presentación. Me acerco a su escritorio, y cuando intento tomar el mouse, nuestras manos se rozan.
Nada exagerado. Solo un toque breve. Pero suficiente para que mi cerebro grite ¡contacto físico detectado!

—Perdón —murmuro, apartando la mano.
—Tranquila —dice con una sonrisa—. No muerdo.
—¿Seguro? —replico, y en ese segundo sus ojos se encuentran con los míos, fijos, divertidos, pero con un matiz que me descoloca.

Hay un silencio, apenas un instante. Pero se siente largo.
Él parpadea primero. —Podés revisar las diapositivas desde acá —dice, rompiendo la tensión con elegancia.
Yo asiento, aunque no entiendo ni una palabra de lo que está en la pantalla.

Cuando vuelvo a mi escritorio, siento que el aire está distinto.
No sé si él lo notó también, pero lo percibo: algo cambió.
No de forma dramática, sino como esas pequeñas variaciones que uno apenas capta, pero que lo cambian todo.

Me esfuerzo por concentrarme en el trabajo, pero cada tanto lo veo mirarme desde su oficina. No mucho, no de forma obvia, pero sí lo suficiente como para que cada vez que nuestras miradas se cruzan, me entre un mini ataque cardíaco silencioso.

Antes de irme, reviso mis mensajes en el chat interno.
Y ahí está:

Adrián: “Por si acaso, cuidado con el mouse. Es peligroso.”

No puedo evitar reírme.
Le respondo: Demasiado tarde. Ya me dejó huella digital y emocional.

No responde.
Pero cuando levanto la vista, lo veo.
Está en su oficina, con el abrigo en la mano, sonriendo hacia su pantalla.

Y por primera vez en semanas, no me siento “la chica del correo”.
Me siento parte de algo… que todavía no sé cómo llamar.

Esa noche, mientras cierro mi laptop en casa, me quedo pensando en lo absurdo de todo: un correo enviado por error, y un jefe que, de repente, ya no parece tan inaccesible.

Tal vez no fue un accidente.
Tal vez fue un clic equivocado… pero al lugar correcto.




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