Hay días en los que una simplemente debería quedarse en casa.
No porque haya pasado algo grave, sino porque el universo claramente está jugando a ver cuánto caos puede generar antes del mediodía.
Y hoy, evidentemente, soy su experimento favorito.
Todo empezó con una reunión fuera de la oficina.
Adrián me pidió que lo acompañara a una presentación con un cliente potencial.Su tono fue tan neutral como siempre, pero juro que escuché el eco de la palabra date en alguna dimensión paralela.
Salimos del edificio con sol, y yo, ingenua, decidí dejar mi paraguas en el escritorio. Error número uno.
Error número dos: llevar zapatos nuevos. Error numero dos: pensar que Adrian tendría si auto, papra la mala uerte está en el taller.
Error número cuatro: no revisar el pronóstico antes de aceptar la invitación.
La reunión salió bien —bueno, más o menos; yo derramé jugo sobre una carpeta, pero el cliente se rió, así que lo consideré una victoria parcial—. El problema fue al salir del lugar.
El cielo, que hace una hora parecía una postal de verano, ahora estaba tan oscuro que parecía que Netflix había cambiado el género de mi vida a drama meteorológico.
—¿Eso era parte del guion? —le digo a Adrián, mientras un trueno amenaza con llevarse mi dignidad.
—Parece que no —responde, mirando su reloj—. No trajiste paraguas, ¿verdad?
—No. Pero tengo una bolsa con empanadas de la reunion. ¿Cuenta como abrigo?
Él sonríe, apenas. —Depende de cuántas te queden.
Y justo ahí empieza la lluvia. No una llovizna simpática de película. No.
Una de esas lluvias con carácter, las que parecen vengarse de todos los paraguas rotos del mundo.
En segundos, estamos los dos corriendo hacia una parada techada, intentando salvar nuestras carpetas, nuestras laptops y, en mi caso, el poco rímel que me quedaba.
Nos refugiamos en un pequeño café de esquina.
El tipo de lugar que huele a pan tostado y tiene más plantas que mesas.
Adrián, por supuesto, parece perfectamente intacto.
Yo, en cambio, parezco la versión humana de una esponja.
—Pedí lo que quieras —dice, mientras deja su saco sobre el respaldo de la silla.
—Un secador de pelo y un cambio de identidad, por favor.
Él se ríe, y el sonido hace que por un momento me olvide de lo miserable que me siento.
Pedimos café y dos medialunas, que desaparecen en menos de cinco minutos.
El ambiente se vuelve cálido, acogedor. Y silencioso.
De ese silencio que no incomoda, sino que pesa, porque sabés que algo está por decirse.
—¿Siempre te pasa esto? —pregunta de repente.
—¿Qué cosa?
—Que los días tranquilos terminen en desastres de comedia.
—Ah, sí. Es mi talento oculto. Algunos tocan el piano; yo convierto cada situación en un sketch involuntario.
Él sonríe y baja la mirada hacia su taza.
—Debo admitir que… hace tiempo no me reía tanto en el trabajo.
—¿De mí o conmigo? —pregunto, arqueando una ceja.
—La diferencia a veces es mínima.
—Depende del día —respondo.
Él asiente, divertido.
—Y hoy, ¿cuál sería?
—Definitivamente, uno de “risa de emergencia”.
Nos miramos. Y ahí está otra vez. Esa chispa.
Esa conexión silenciosa que no sé cómo empezó, pero que ahora se siente inevitable.
Afuera, la lluvia arrecia.
Las gotas golpean el vidrio con fuerza, y el reflejo de la luz sobre la mesa nos encierra en una especie de burbuja cálida.
Adrián suspira, recostándose un poco.
—Solía odiar los días así —dice, en tono más bajo.
—¿Por qué?
—No lo sé. Siempre me parecieron improductivos. Pero hoy… no lo veo tan mal.
—Debe ser por la compañía.
Él me mira. —Probablemente.
Trago saliva.
Mi cerebro intenta generar una respuesta ingeniosa, pero lo único que encuentro es una servilleta húmeda.
—Bueno —digo al fin—, podrías odiar otros días si querés que te acompañe más seguido.
Él se ríe.
—No creo que haga falta.
Pasan unos minutos en silencio. Afuera, la gente corre, los autos salpican, y yo estoy sentada frente al hombre que más me intimida… y que, sin embargo, empieza a parecerme peligroso por otros motivos.
Como el hecho de que me gusta.
—Tenés el pelo empapado —dice de pronto, rompiendo mis pensamientos.
—¿En serio? Qué observador.
—Podés usar esto. —Me alcanza su saco.
—No, no hace falta.
—Camila, estás tiritando.
—Es que no quiero que se te arrugue.
—Entonces consideralo un sacrificio laboral.
Lo acepto. Me envuelvo con el saco, y el aroma a su perfume me deja completamente fuera de órbita.
No sé qué tiene, pero huele a algo entre libros nuevos, lluvia y alguien que nunca pierde el control.
El reloj marca las cinco y la tormenta no cede.
Intento distraerme mirando el teléfono, pero la batería murió hace rato.
Él, mientras tanto, revisa su correo.
—¿Tenés muchos mensajes? —pregunto.
—Unos cuantos. Aunque ninguno con gatos últimamente.
—Qué pena. Puedo enviarte otro si querés mantener la tradición.
—Lo tendré en cuenta. —Sonríe, y esa sonrisa , esa mezcla de calma y diversión hace que mi corazón se comporte como una antena satelital.
Después de una hora, la lluvia empieza a ceder.
Pagamos y salimos bajo una llovizna fina.
Solo hay un paraguas, y adiviná quién lo tiene.
—Tranquila, entra —dice él, abriéndolo.
El espacio es tan reducido que tenemos que caminar pegados. Puedo sentir el roce de su brazo contra el mío, y mi respiración decide tomar un ritmo completamente inútil.
—¿Siempre sos tan silencioso? —pregunto, intentando romper el momento.
—No. Solo cuando alguien llena el aire por mí.
—Qué sutil forma de decir que hablo demasiado.
—No me quejo. —Lo dice tan despacio que casi lo pierdo entre el sonido de la lluvia.
Nos detenemos frente al edificio donde él pidió un taxi para mi y otro para él.
—Gracias por el café —le digo.
—Gracias por la tormenta.
—¿Perdón?
—Definitivamente, no sos buena para los días soleados.
—¿Por qué?
Él sonríe.
—Porque te ves mejor bajo la lluvia.
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Editado: 12.10.2025