Hay tres sonidos que deberían estar prohibidos antes de las ocho de la mañana:
El despertador.
La licuadora de mi vecina.
El sonido de mi propio cerebro repitiendo “¿por qué le dijiste que se veía bien bajo la lluvia?” una y otra vez.
Bueno, para ser justa, no fui yo la que lo dijo. Fue Adrián.
Pero el problema es que LO DIJO. Y peor aún: YO LO ESCUCHÉ.
En cuanto cruzo la puerta, Fernanda me intercepta con un café y una sonrisa que podría ser usada como prueba en un interrogatorio.
—Bueno, bueno, bueno… —dice, extendiendo las palabras como si fueran un chisme recién horneado—. Mirá quién llega con cara de domingo romántico.
—No sé de qué hablás —respondo, dando un sorbo rápido al café para evitar contacto visual.
—Ah, no sabés. Pero anoche te quedaste más de dos horas fuera con Adrián, ¿verdad?
Me congelo.
—¿Cómo sabés eso?
—Por el grupo del trabajo. —Levanta el teléfono y me muestra una foto borrosa desde la ventana del edificio: dos figuras bajo un paraguas compartido.
—¡¿Quién la sacó?!
—Nadie lo sabe. Pero te aviso que en este momento el chat se llama “El paraguas del amor”.
Excelente. Mi vida se ha convertido oficialmente en un meme corporativo.
Intento refugiarme en mi escritorio, pero el ambiente entero vibra con ese tipo de energía en la que todos saben algo.
Pedro pasa con una sonrisa de costado.
Sofía me guiña un ojo.
Incluso el guardia de seguridad me saluda con un “buen día, señorita lluvia”.
Perfecto.
Mi reputación laboral: 0 puntos.
Mi necesidad de un agujero negro que me trague: 1000 puntos.
A media mañana, la puerta del despacho de Adrián se abre.
Él sale, impecable como siempre, con una carpeta en la mano.
Y aunque intenta actuar normal, lo noto.
Hay algo distinto en su forma de mirarme.
No es una mirada larga. Es apenas un parpadeo más lento, un gesto imperceptible.
Pero basta para que mi estómago decida practicar acrobacias.
—Camila, necesito que revises el informe del cliente de ayer —dice, acercándose.
—Claro —respondo, fingiendo una serenidad que claramente no tengo.
—Te lo paso por correo.
—Perfecto.
—Y… —hace una pausa breve— gracias por lo de ayer.
—¿Por la lluvia torrencial?
—Por la compañía.
Mi cerebro colapsa en un error 404.
Solo logro asentir y volver al monitor, esperando que no note que mis mejillas probablemente están compitiendo con el rojo de la silla.
El resto de la mañana transcurre entre correos, informes y el eco de cada mirada suya.
Hasta que llega el mensaje.
De: Adrián
Asunto: Urgente.
Texto: “Necesito que vengas a mi oficina. Traé el archivo 214.”
Respiro hondo, agarro la carpeta, y entro.
Está al teléfono, con tono serio.
Cuando corta, me hace una seña para que espere.
—Disculpá —dice, dejando el celular—. Un proveedor está haciendo lío con los plazos.
—Tranquilo. Tengo experiencia en dramas laborales.
—¿También en tormentas internas?
—Depende del nivel de precipitación.
Él sonríe. Y por un momento, la tensión del lugar se disuelve.
—Bueno —dice—, veamos ese archivo.
Nos inclinamos sobre la mesa al mismo tiempo, revisando cifras y comentarios.
El problema es que el escritorio no fue diseñado para dos personas.
Nuestros brazos se rozan una, dos, tres veces.
Y a la cuarta, ya no puedo concentrarme en las columnas de Excel.
—Camila —dice de pronto, sin levantar la vista—, estás temblando.
—No, solo… hace frío.
—¿Otra vez sin abrigo?
—Olvidé el saco.
—Podés usar el mío.
—No, gracias. Ya lo usé ayer. No quiero que el departamento de RRHH piense que tenemos un contrato compartido.
Él se ríe, y yo también. Pero en el fondo, sé que esa risa no disimula nada.
La escena se rompe con un golpe en la puerta.
Fernanda entra con una sonrisa demasiado grande.
—Perdón que interrumpa, jefe, pero necesito la firma para el pedido de papelería.
—Adelante —dice Adrián.
Mientras él revisa el papel, ella me lanza una mirada de conspiración.
—¿Todo bien, Cami? —pregunta con tono de falsa inocencia.
—Perfecto —respondo.
Fernanda sale riéndose, dejándome con ganas de simular una falla del sistema y desaparecer.
Al mediodía, decido almorzar en la terraza para tomar aire.
Necesito recalibrar mi sistema emocional.
Pero no pasan ni cinco minutos antes de que él aparezca con una bandeja.
—¿Puedo? —pregunta, señalando el asiento frente a mí.
—¿Desde cuándo el jefe comparte el almuerzo con los mortales?
—Desde que alguien convirtió un día de lluvia en algo memorable.
No sé si reír o huir.
Termino riendo.
Comemos hablando de todo y de nada: series, viajes, su fobia a los mensajes de voz, mi tendencia a hablar con las plantas de la oficina.
Él tiene una manera curiosa de escuchar: no interrumpe, pero te hace sentir que cada palabra vale la pena.
—Entonces —dice, con una sonrisa apenas visible—, ¿te gustan los días nublados ahora?
—Digamos que no los odio tanto.
—Perfecto. Porque mañana parece que llueve otra vez.
—¿Y qué? ¿Vamos a hacer otra reunión bajo tormenta?
—No lo sé. Pero si pasa, llevo paraguas.
Cuando vuelvo a mi escritorio, Fernanda me espera con su sonrisa de detective.
—Decime que no fue un almuerzo de trabajo.
—Fue un almuerzo. Punto.
—Camila… —dice, arrastrando las sílabas—, te lo digo en confianza: si seguís mirándolo así, en dos semanas alguien del área de Finanzas empieza una quiniela romántica.
Me río, pero en el fondo sé que tiene razón.
Porque sí: hay algo en su forma de mirarme, en cómo dice mi nombre, en cómo se detiene justo antes de decir algo más.
Y porque, aunque lo niegue, yo también lo busco.
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Editado: 12.10.2025