Hay días que empiezan mal.
Y después está este.
Entro a la oficina con el cabello que todavía no se decide si quiere ser liso o rebelde, una carpeta a punto de desintegrarse, y un café tan aguado que ofende la palabra “café”.
Mi único plan es llegar a mi escritorio sin llamar la atención.
Pero, claro, el universo tiene otros planes.
Porque apenas cruzo el pasillo, lo veo.
A él.
A Adrián.
Y no está solo.
Está apoyado contra la pared, con una sonrisa que no le había visto nunca.
Esa sonrisa… suave, cálida, de esas que uno reserva para alguien que le importa.
Frente a él, una mujer. Morena, elegante, con un aire de confianza que parece llenar el espacio.
Ella ríe, le acomoda el cuello de la camisa y, antes de irse, le da un abrazo. Largo.
De esos que uno no da si no siente algo.
Mi estómago hace un nudo tan apretado que el café se vuelve un adorno inútil en mi mano.
No sé por qué me detengo. Ni por qué me cuesta tanto respirar.
Él la mira irse, todavía sonriendo.
Yo lo miro a él.
Y cuando finalmente se da vuelta y nuestras miradas se cruzan, lo único que atino a hacer es fingir que busco algo en mi bolso y seguir caminando como si no acabara de ver nada.
—Buen día, Camila —me dice, con ese tono tranquilo que ahora me resulta insoportable.
—Buen día —respondo sin mirarlo, con una cordialidad de manual de recursos humanos.
No me reconozco.
Ayer me derretía con cada palabra suya.
Hoy, no quiero ni escuchar su voz.
Me encierro en mi cubículo con la determinación de una monja en retiro espiritual.
Trabajo, reviso informes, respondo correos que nadie leerá con atención.
Todo, menos pensar en lo que vi.
Pero, claro, mi cabeza no coopera.
¿Quién era ella?
¿Una amiga? ¿Una ex? ¿Una actual?
¿Y por qué me importa tanto?
—Cami —me llama Fernanda desde el escritorio de enfrente—, ¿qué te pasa? Estás en modo robot.
—Nada, solo dormí mal.
—¿Seguro? Porque tenés cara de “me enteré de algo que no quería saber”.
—Fernanda, por favor…
—Ay, está bien. Pero si necesitás stalkear a alguien, tengo el modo incógnito listo.
Sonrío a medias, más por reflejo que por ganas.
Y me obligo a concentrarme.
A media mañana, Adrián me llama a su oficina.
Otra vez ese tono amable, casi cuidadoso.
Pero yo ya no lo escucho igual.
No sé si lo que me molesta es lo que vi o el hecho de que me duela.
—Necesito que vengas conmigo al almuerzo de hoy —dice, revisando su agenda—. Es con el representante de Fenix Group.
—Está bien —respondo, sin levantar la vista del cuaderno.
—Van a hablar de la propuesta para el nuevo proyecto. Quiero que tomes nota de todo.
—Perfecto.
—¿Todo bien? —pregunta al notar mi tono.
—Sí, todo bien —miento.
Su mirada se detiene unos segundos en mí.
Como si intentara descifrar algo.
Y eso solo me incomoda más.
El almuerzo es en el hotel Mirador, uno de esos lugares donde hasta el aire huele a protocolo.
El bufet está dispuesto como una obra de arte: ensaladas que parecen esculturas, carnes perfectamente doradas, postres que podrían estar en un museo.
Pero yo apenas pruebo un bocado.
Adrián está al lado mío, tan impecable que me molesta.
El representante de Fenix, un hombre grande y conversador, monopoliza la charla con anécdotas de sus viajes y frases tipo “en mi empresa la innovación es el alma del negocio”.
Yo asiento, tomo notas, y evito mirar a Adrián.
En un momento, él se inclina hacia mí.
—Probá la sopa, está buenísima.
—Estoy bien, gracias.
—No comiste nada.
—No tengo hambre.
—Camila… —baja la voz—, ¿hice algo?
—No —respondo enseguida, sin darle espacio a seguir.
Pero él no se convence.
—Desde la mañana estás rara.
—Debe ser el clima.
—Justamente, el clima está perfecto.
Y sí. El clima está perfecto.
El sol entra por los ventanales, hay música suave, y todo el mundo parece en su mejor versión.
Todo, menos yo.
Mientras los demás conversan, yo me pierdo en mi propio silencio.
Lo miro de reojo, y él está hablando con el proveedor, atento, seguro, profesional.
El mismo Adrián de siempre.
El que hasta ayer me hacía reír con cualquier tontería.
El que hoy parece estar a un océano de distancia.
Cuando el almuerzo termina, caminamos juntos hacia la salida del hotel.
El aire afuera es cálido, limpio, casi primaveral.
El tipo de día que te invita a sonreír sin motivo.
Pero yo no puedo.
—Camila —dice él, deteniéndose frente a mí—, si hay algo que hice y te molestó, prefiero que me lo digas.
—No hay nada, Adrián.
—No te creo.
Lo miro.
Y por primera vez, veo en sus ojos una mezcla de desconcierto y preocupación que me desarma.
—Solo… —respiro hondo—, creo que a veces me olvido de que esto es trabajo.
—¿Esto? —pregunta, confundido.
—Vos y yo. Las charlas, los almuerzos, la lluvia… todo eso.
—Camila…
—No pasa nada. En serio.
Doy un paso atrás antes de que diga algo más.
Y cuando subo al auto para volver, lo veo quedarse ahí, quieto, con esa expresión que no sé si es culpa o simple desconcierto.
De vuelta en la oficina, Fernanda me pregunta cómo estuvo el almuerzo.
—Bien —respondo.
—¿Solo “bien”?
—Sí. El clima estaba perfecto.
—¿Y vos?
—Yo no tanto.
Más tarde, cuando ya todos se fueron, me quedo sola frente a la ventana.
La ciudad brilla con ese resplandor dorado que solo aparece después de la lluvia.
Y pienso en lo irónico que es todo.
Porque justo ahora, que el cielo está despejado, yo soy la tormenta.
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Editado: 12.10.2025