La tarde avanza lenta.
El murmullo de los teclados se apaga uno a uno, las luces se van apagando, y el reflejo de la ciudad empieza a brillar en los ventanales.
Yo sigo ahí, con la vista perdida, tratando de entender por qué algo tan tonto me duele tanto.
Estoy en eso —entre el análisis existencial y la autocrítica nivel experto— cuando escucho pasos detrás.
Me doy vuelta.
Y la veo.
La mujer de la mañana.
La misma sonrisa amable, el mismo porte impecable. De cerca es todavía más linda. Tiene de esas presencias que llenan un lugar sin necesidad de decir nada.
—Hola —me dice con naturalidad—, soy Andrea. ¿Sigue Adrián en su oficina?
Su tono es cálido, como si me conociera de antes.
Yo, en cambio, me quedo petrificada.
Por dentro, mi cerebro grita “¿Andrea quién?”, pero por fuera apenas logro mantener una sonrisa neutra.
—Creo que sí… —respondo, intentando que mi voz suene profesional y no celosamente frágil—. Podés pasar a verlo.
—Gracias —dice con una sonrisa amable antes de alejarse por el pasillo.
Y yo solo me quedo mirándola irse, impecable, serena, perfecta.
Suspiro.
Ni siquiera sé por qué me afecta tanto, pero lo hace.
Recojo mis cosas sin mirar hacia la oficina de Adrián.
No quiero cruzarme con nadie.
No quiero fingir que estoy bien.
Afuera, el cielo ya se tiñó de un violeta que anuncia la noche.
El aire está fresco, agradable, y la ciudad parece tener prisa.
Yo también.
Camino hasta la parada del bus, abrazando la carpeta contra el pecho como si me protegiera de algo más que el viento.
Cuando por fin subo, me dejo caer junto a la ventana y veo el celular.
Dos llamadas perdidas.
De Adrián.
Y un mensaje: “¿Podemos hablar?”
Lo miro unos segundos, sin saber si quiero reírme o llorar.
¿Hablar de qué? ¿De cómo abraza a otra mientras yo hago malabares para no sentir nada?
Respiro hondo.
Ya no es horario laboral, me repito.
Y si algo aprendí de los días de lluvia, es que a veces uno tiene que dejar que las cosas se mojen solas.
Apago el teléfono.
Apoyo la cabeza contra la ventana.
La ciudad pasa en luces difusas y fragmentos de conversaciones ajenas.
Y mientras el bus se aleja, siento que algo dentro de mí se retrae, como si un hilo invisible que me unía a él se tensara… hasta romperse un poquito.
No del todo.
Solo lo suficiente para doler.
El bus me deja a dos cuadras de casa.
Camino despacio, mirando las luces de los edificios, intentando no pensar.
Pero, obviamente, pensar es justo lo que más hago.
Mi cerebro tiene una habilidad especial para repetir escenas que no quiero recordar:
él riendo, ella abrazándolo, yo fingiendo que no me importa.
Rebobino y vuelvo a reproducir la misma película una y otra vez.
Cuando por fin entro al departamento, todo parece más silencioso de lo habitual.
Demasiado.
Dejo la cartera en el sillón, me saco los zapatos y voy directo a la heladera.
Encuentro medio frasco de yogur y una porción de pizza de hace dos días.
Cena gourmet para una mujer emocionalmente inestable.
Pongo música, algo suave, pero ni eso ayuda.
Porque cada canción parece tener una letra personalizada para mí.
Ni Spotify me entiende tan bien cuando estoy bien, pero cuando estoy mal… oh, ahí sí se pone poético.
Miro el celular sobre la mesa.
Sigue apagado.
Y sé que si lo enciendo, van a estar sus mensajes ahí, esperándome.
Pero no quiero leerlos.
No quiero ser esa persona que salta ante la primera señal, que olvida todo con una excusa bonita.
Me sirvo un vaso de agua, me dejo caer en el sillón y pienso que, tal vez, todo fue una confusión.
Que quizá malinterpreté las cosas.
Que quizás la mujer era una colega, una clienta, o simplemente alguien importante.
Pero incluso si fuera así… ¿por qué duele tanto imaginar que no era yo la que él abrazaba?
Cierro los ojos.
Y, aunque me prometo no hacerlo, mi mente se va directo a la lluvia del otro día, a su sonrisa, a su voz cuando dijo “gracias por la compañía”.
A veces, lo que más cuesta no es olvidar.
Es aceptar que nadie te prometió nada, pero igual te ilusionaste.
Me arropo con la manta del sofá y miro hacia la ventana.
Las luces del edificio de enfrente parpadean.
Todo parece en calma.
Pero adentro, hay una tormenta que no sé cómo detener.
Antes de quedarme dormida, pienso —con ese toque de ironía que me salva de todo— que quizá mañana me despierte y esto solo sea una exageración hormonal.
O quizá no.
Quizá mañana todavía duela.
Pero al menos, mañana voy a saber si él realmente quería hablar… o si solo era otra llamada perdida.
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Editado: 12.10.2025