Adrián
El día empezó mejor de lo que esperaba. Llegué temprano, con café en mano y una sensación rara de satisfacción que no supe de dónde venía. Hasta que crucé el hall de entrada y escuché esa voz que no oía hacía meses:
—¡Adri!
Giré apenas, y antes de poder reaccionar, ya tenía a Andrea colgada de mi cuello. Literalmente. Mi hermana gemela, la mitad ruidosa y encantadora de esta familia, había decidido sorprenderme.
—¿Qué hacés acá? —pregunté, riéndome mientras intentaba no tirar el café.
—Vine a verte, ¿no puedo? Además, mamá dice que estás muy encerrado en el trabajo, y tenía que comprobarlo con mis propios ojos.
Andrea hablaba mientras me acomodaba el saco, como si fuera mi madre. Igualita. Tenía esa sonrisa que iluminaba cualquier lugar. Claro, justo ese momento tenía que verlo Camila, que entraba por la puerta principal con su cuaderno en la mano y el pelo suelto, como siempre.
Su mirada se cruzó con la mía un segundo, lo suficiente para que yo entendiera que algo no estaba bien. No supe por qué, pero esa expresión… fue como si la hubiera decepcionado.
Andrea se alejó un poco y saludó al personal con su simpatía habitual, y yo solo pude quedarme mirando a Camila, que bajó la vista y pasó de largo.
Perfecto. Mi día, que había empezado tranquilo, ya se torcía sin que yo entendiera por qué.
Durante la mañana, intenté hablar con Camila varias veces. Pregunté si había recibido los documentos del nuevo proveedor, si podía revisar una propuesta, si tenía un minuto… nada. Su respuesta siempre fue breve, seca, casi profesional de más.
Y ahí fue cuando me cayó la ficha.
No era que estuviera distraída. Estaba molesta conmigo.
No entendía por qué, pero algo me decía que tenía que ver con Andrea.
A la hora del almuerzo, teníamos el encuentro con el posible proveedor en el bufet del hotel. Un almuerzo de trabajo formal, con esas conversaciones eternas sobre cifras, plazos y condiciones. Normalmente me habría resultado soportable, pero con Camila sentada a mi lado, mirando su plato como si fuera la reunión más aburrida del mundo, fue un verdadero castigo.
Intenté bromear:En un momento, él se inclina hacia mí.
—Probá la sopa, está buenísima. — le dije
—Estoy bien, gracias.
—No comiste nada.
—No tengo hambre.
No sabía si reírme o pedir disculpas por algo que no había hecho.
En un momento, cuando el proveedor se levantó para atender una llamada, aproveché:
—Camila… —bajé la voz—, ¿hice algo?
—No —respondió enseguida.
Mentira. Todo estaba mal. Lo notaba en su tono, en la forma en que evitaba mirarme, en la distancia que parecía haber crecido entre nosotros en cuestión de horas.
La tarde fue una mezcla de trabajo y pensamientos inútiles. Andrea vino otra vez a la oficina para despedirse antes de volver al aeropuerto. Cuando entró, me abrazó rápido, me dejó un beso en la mejilla y me dijo que me cuidara. En eso, la vi a Camila viendonos pero tomando sus cosas y ya retirandose.
El gesto de ella fue leve, casi imperceptible, pero lo suficiente para darme cuenta de que había malinterpretado todo.
Cuando la jornada terminó, su escritorio ya estaba vacío.
La busqué en el estacionamiento, en el pasillo, hasta llamé a recepción como un idiota, preguntando si ya se había retirado.
—Hace rato, jefe —me dijo la recepcionista—. Salió apenas marcó la salida.
Ahí me rendí.
Volví a mi oficina, abrí mi correo para distraerme y vi su nombre en la bandeja de entrada. Había respondido el informe que le pedí, con la formalidad de un robot. Sin emojis, sin notas irónicas, sin los “ok, jefe” que solía poner para provocarme.
Y fue entonces cuando empecé a llamarla.
Primero una vez. Luego dos.
Ninguna respuesta.
“Debe estar ocupada”, pensé. Pero la verdad era que tenía miedo de lo que eso significaba.
A eso de las ocho, cuando la oficina ya estaba vacía, seguía sentado en mi escritorio, mirando el celular y el reflejo del vidrio que mostraba a un tipo que no reconocía del todo. Me veía… ansioso. No era una sensación que me gustara.
Volví a marcar su número. Esta vez, directamente me derivó al buzón de voz.
Después de la tercera llamada, se apagó el teléfono.
Y ahí lo entendí.
Camila me estaba evitando.
No pude con la intriga, ni con la culpa absurda de sentirme responsable por algo que no hice. Así que llamé a un amigo del departamento de personal, y con un poco de insistencia y un favor viejo de por medio, conseguí su dirección.
Llegué hasta su barrio cerca de las nueve. La calle estaba tranquila, con faroles débiles y un viento frío que parecía burlarse de mí. Me estacioné frente a un edificio pequeño, de fachada color crema, y me quedé ahí, en silencio.
No sé qué esperaba. Tal vez verla salir, tal vez que se asomara por la ventana, o quizás solo convencerme de que no era buena idea insistir.
Pero nada pasó.
Solo el sonido del viento, y la luz parpadeante de la calle.
Me quedé sentado unos minutos más, observando el edificio, hasta que me di cuenta de que no tenía sentido. Que ni aunque tocara el timbre mil veces me abriría. Que no estaba enojada conmigo por algo real, sino por algo que no se atrevía a preguntar.
Encendí el auto y me quedé un rato más, mirando el reflejo de las luces en el parabrisas.
—Genial, Adrián —murmuré—. Ahora resultás el tipo que sigue a su empleada para explicarle que no está saliendo con nadie.
Reí, aunque no tenía nada de gracioso.
Mientras arrancaba, solo pude pensar en su expresión esa mañana, en cómo bajó la mirada, en la forma en que se cerró. Y en lo mucho que me había importado que lo hiciera.
Más de lo que debería.
Esa noche no dormí bien. Entre los pendientes del trabajo y la imagen de Camila evitando mis llamadas, me di cuenta de que algo había cambiado. Y no sabía si estaba listo para admitirlo.
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Editado: 12.10.2025