Camila
Dicen que el silencio es incómodo solo cuando hay algo que no se dice.
Yo digo que en la oficina, el silencio puede ser un arma de destrucción masiva.
Hoy decidí que no voy a hablar con Adrián. No lo voy a mirar, no lo voy a saludar con mi “buen día, jefe” de siempre, y definitivamente no voy a pensar en la manera en que se le arruga la camisa en los hombros cuando se inclina sobre el escritorio.
No. No voy a pensar en eso.
Claro que mi plan se desmorona tres minutos después de entrar al edificio.
—Buen día, Camila —dice él, justo cuando paso por su puerta.
Su tono es amable, pero hay algo distinto. No sé si es la forma en que dice mi nombre o que me suena demasiado cerca.
—Buen día —respondo sin levantar la vista. Profesional. Fría. Eficiente. La definición viviente de “no me importa”.
Paso toda la mañana enfocada en un informe que no necesita tanta atención, pero prefiero revisar las mismas cifras veinte veces antes que cruzar una mirada con él.
Fernanda, por supuesto, lo nota.
—¿Me vas a explicar por qué estás actuando como si tu jefe fuera un ex novio tóxico? —susurra mientras se sienta a mi lado.
—Porque mi jefe no es mi ex novio. Ni mi novio. Ni nada.
—Ajá… —responde, con esa sonrisa que me da ganas de esconderme bajo el escritorio.
—Solo estoy… enfocada.
—Claro. Enfocada en evitar mirar al hombre que te mira cada vez que levantás la vista.
No respondo.
Porque la verdad es que tiene razón.
Cada vez que lo ignoro, siento su mirada sobre mí. Es como si intentara leerme la mente, como si esperara que diga algo que no pienso decir.
A media mañana, la rutina se interrumpe con un anuncio de recursos humanos:
“El equipo de marketing fue seleccionado para participar en la presentación del nuevo cliente. Reunión a las 15:00.”
Excelente. Justo lo que necesitaba: compartir una reunión larga con Adrián, fingiendo que todo está perfectamente normal.
Cuando llega la hora, la sala está llena. Adrián habla con su tono habitual, firme, seguro, mientras yo trato de no distraerme con la forma en que mueve las manos al explicar.
Todo va bien hasta que me pide que comente la parte creativa del proyecto.
—Camila, ¿podés mostrar el concepto que desarrollaste?
—Claro —respondo, parándome frente a todos.
Respiro hondo. Profesional, madura, confiada.
Hasta que la pantalla del proyector decide traicionarme mostrando, por error, una de las diapositivas anteriores.
Una imagen gigante del paraguas del día de la lluvia.
El famoso “Paraguas del amor”.
El silencio se puede cortar con un bisturí.
Alguien tose. Fernanda se tapa la boca fingiendo un ataque de risa.
Yo quisiera teletransportarme al centro de la Tierra.
—Bueno… —improviso—. Esta fue una… versión preliminar del concepto. Una… metáfora visual sobre el trabajo en equipo bajo condiciones adversas.
Adrián se ríe. No abiertamente, pero lo suficiente para que se le note en la mirada.
—Interesante enfoque, Camila —dice, con un tono entre serio y divertido.
—Gracias —respondo, intentando mantener la dignidad.
El resto de la reunión transcurre sin mayores accidentes, aunque mi cabeza sigue en otro lado.
Cada vez que intento concentrarme en los informes o en las cifras, la imagen de esa mujer abrazando a Adrián vuelve a mí, una y otra vez.
No sé quién es.
No quiero saberlo, pero no puedo dejar de pensar en la forma en que la miraba.
Como si el mundo se le detuviera un segundo.
Como si fuera alguien importante.
Y no debería importarme, pero me molesta más de lo que quisiera admitir.
Cuando termina la jornada, todos se despiden. Yo hago lo posible por salir antes que él, pero mi computadora decide actualizarse justo en ese momento (gracias, universo).
Adrián se acerca con una taza de café y la deja sobre mi escritorio.
—Pensé que necesitabas esto.
—Gracias —digo, sin mirarlo.
—¿Podemos hablar un minuto?
—Creo que no hace falta.
—Camila… —su voz suena cansada, sincera—, si hice algo que te molestó, me gustaría saberlo.
—No hiciste nada. Está todo bien.
—No parece.
Suspiro. Miro el reloj, busco cualquier excusa para no quedarme.
—Tengo que terminar este informe.
Él asiente, pero no se mueve.
Y ahí está otra vez esa tensión invisible, ese silencio que parece tener vida propia.
—Mañana hay que visitar el local del cliente —dice finalmente—. Voy a necesitar que vengas conmigo.
—Claro. Es parte del trabajo, ¿no? —respondo, fingiendo una neutralidad que me cuesta mantener.
—Exacto. Parte del trabajo.
Se aleja despacio, y yo me quedo mirando el reflejo de la ciudad en la ventana.
El cielo empieza a oscurecer, y las luces del edificio se encienden una a una.
No sé por qué, pero esa sensación de vacío no se va.
Tal vez porque no quiero admitir que lo extraño.
O porque sé que, aunque quiera mantener la distancia, cada vez que me habla… parte de mí deja de escuchar al resto del mundo.
Y eso, en mi idioma, es peligroso.
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Editado: 12.10.2025