Correo equivocado, corazón correcto.

Capítulo 11

El día empezó con ese tipo de nervios que uno finge que no siente.
Me repetí al menos diez veces que era solo una salida laboral, una reunión más, un compromiso con un cliente al que seguramente jamás volvería a ver.
Nada especial.
Nada que tuviera que ver con Adrián.

Pero claro, era Adrián.
Y eso ya convertía cualquier cosa en un evento potencialmente catastrófico.

El silencio en el auto era tan espeso que podía cortarse con una tarjeta corporativa.
Yo miraba por la ventana, fingiendo interés en los árboles, mientras él conducía con esa concentración exagerada que solo tiene alguien que quiere decir algo.
Después de lo que había pasado, no sabía cómo actuar.
Ni siquiera estaba segura de qué me molestaba más: haberlo visto abrazando a esa mujer, o que me importara tanto verlo hacerlo.

A la media hora de viaje, el auto empezó a hacer un ruido raro.
Primero un golpeteo leve, después un gemido metálico que me hizo levantar la vista.

—¿Eso fue el motor? —pregunté, intentando sonar tranquila.
—No —dijo Adrián, con una seguridad que duró exactamente tres segundos.
El siguiente sonido fue un clack seco y el auto se detuvo al costado del camino.

Nos miramos en silencio.
Él suspiró, abrió la puerta y salió.
Yo lo seguí luego de unos minutos, aunque no tenía ni idea de qué podía hacer, salvo mirar el desastre con expresión preocupada.

—¿Querés que llame a alguien? —pregunté.
—Ya lo hice —respondió mientras revisaba algo bajo el capó—. Pero parece que la grúa va a tardar un rato.

Perfecto. Varados en medio de la nada, sin señal decente, y con el hombre que me tenía emocionalmente desequilibrada desde hacía días.

Nos sentamos sobre una pequeña baranda de cemento al costado de la ruta.
Pasaron unos minutos en silencio, hasta que Adrián, sin mirarme, dijo:

—Estás enojada conmigo.

No era una pregunta.
—No.
—Sí.
—No estoy enojada.
—Entonces estás molesta.
—Tampoco.
—Camila… —su voz tenía ese tono entre paciencia y cansancio que desarma—. Si no fuera así, no me evitarías como si fuera contagioso.

Me crucé de brazos, mirando el camino.
—No te estoy evitando. Simplemente… me enfoqué en el trabajo.

Silencio.
Después, su risa suave.
—Claro. Por eso me contestás los correos con menos palabras que un bot de atención al cliente.

Lo miré con una mezcla de fastidio y resignación.
—¿Querés saber la verdad? —pregunté finalmente.
—Por favor.

Respiré hondo.
—Te vi el otro día. Con… ella. Y no sé, fue raro. No tenía por qué importarme, pero me afectó. Pensé que estabas con alguien y… no quise quedar como una idiota.

Adrián me observó, y por un momento no supe si iba a reírse o enojarse.
Pero no hizo ninguna de las dos cosas.
Solo se acomodó, bajó la voz y dijo:

—Camila, esa mujer era mi hermana. Andrea. Mi hermana gemela.

Parpadeé.
Una, dos, tres veces.
Gemela, hermana?

—¿Qué?
—Vino de visita por unos días. No vive acá. Trabaja en España. Solo pasaba a saludarme antes de ir al aeropuerto.

Quedé muda.
Literalmente muda.
Sentí cómo el calor me subía por la cara y solo atiné a decir:
—Ah.

Él se rió apenas.
—Sí, “ah”. Me habría gustado que fuera así de simple hace dos días.

—Perdón —dije, bajando la vista—. Yo… asumí cosas que no debía.
—No pasa nada —respondió, pero su tono era más suave ahora—. Aunque confieso que me desconcertó. Pasé todo el día preguntándome qué había hecho.

Nos quedamos callados un momento.
El viento soplaba despacio, moviendo las hojas secas del camino.
Yo jugueteaba con el borde del abrigo, evitando mirarlo, porque cada vez que lo hacía, la culpa se mezclaba con algo que no quería nombrar.

—Y vos —dijo él de repente—. ¿Por qué te afectó tanto?

Lo miré, sorprendida.
—¿Perdón?
—Podrías haber pensado cualquier cosa, y seguir como si nada. Pero no lo hiciste.

—No lo sé —admití, después de un silencio largo—. Supongo que… no me fue indiferente.

Esa frase quedó flotando entre nosotros como una confesión que ninguno esperaba escuchar.
No había sarcasmo, ni risas, ni trabajo que disimulara la tensión. Solo eso.
La verdad, cruda y torpe, saliendo de mis labios sin filtro.

Adrián me sostuvo la mirada un segundo más del que debía.
Y fue suficiente para que el aire cambiara.

No dijo nada.
Yo tampoco.
Pero su expresión lo dijo todo: entendía.

La grúa tardó una eternidad, pero no importó.
En ese silencio, sin correos, sin pantallas ni excusas, fue como si por primera vez nos habláramos de verdad.
Él me contó algunas cosas sobre su familia, sobre Andrea, sobre cómo siempre fue “el tranquilo”, mientras ella era la que traía caos y risas a todos lados.
Yo escuché, reí en los momentos justos, y de a poco, la tensión se fue desarmando.

Cuando por fin apareció la grúa y subimos al auto, ya no había tanto silencio entre nosotros.
No éramos los mismos que salieron esa mañana de la oficina.

Mientras avanzábamos de vuelta a la ciudad, apoyé la cabeza contra la ventanilla.
Él iba a mi lado, mirando el camino con expresión serena.
Por primera vez en días, no necesitábamos hablar.

Porque aunque ninguno lo dijera, los dos sabíamos que algo había cambiado.
Y que, de una forma extraña e inevitable, eso recién empezaba.




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