Correo equivocado, corazón correcto.

Capítulo 16

A la mañana siguiente, el sonido del mensaje de Luján me saca del letargo antes de que el despertador suene.
“Estamos saliendo, Cami 💕”

Cami.
Así, tan natural.
Ni mi madre me llama así, pero viniendo de Luján suena dulce, cercano.

Me visto rápido, café en mano, y bajo justo cuando el auto de Tomás se detiene frente a mi edificio. Luján baja la ventanilla, sonriente como si fueran las ocho de la tarde y no las siete de la mañana.
—¡Buen día! —dice, con una energía que yo solo tendría si me inyectaran cafeína directamente en las venas.
—Buen día —respondo, riendo, mientras subo al asiento trasero.

El trayecto hasta el trabajo pasa entre música suave y chistes sobre el tráfico. Luján cuenta una anécdota del estudio donde trabaja y Tomás le discute sobre qué camino es más rápido.
Cuando llegamos a su parada, ella me mira y me guiña un ojo.
—Suerte hoy, Cami. Te mando mensaje a la salida.
—Suerte vos también —respondo.

Y ahí quedamos, Tomás y yo, camino a la oficina.
—¿Dormiste bien, Cami? —me pregunta, sin quitar la vista del camino.
Otra vez ese Cami. Ya me acostumbré viniendo de él y Luján.
—Sí, algo. Vos?
—Más o menos. Estuve revisando unos bocetos. Pensaba mostrártelos hoy, si te parece.

Asiento, distraída, justo cuando giramos la esquina del edificio.
Y lo veo.
Adrián, apoyado en su auto, revisando algo en el teléfono.
Cuando levantamos la vista casi al mismo tiempo, siento un leve tirón en el pecho.
Su expresión cambia apenas —esa línea tensa en la mandíbula, los ojos que se endurecen por un segundo antes de recuperar la calma aparente.

—¿Ese es el jefe, no? —pregunta Tomás, estacionando.
—Sí —respondo, con voz más baja de lo que quisiera.
—Parece… serio.
—Lo es —digo, saliendo del auto.

Adrián levanta la vista justo cuando cierro la puerta.
Tomás me alcanza en la entrada y, sin notarlo, me toca el brazo.
—Después te paso esos bocetos, ¿sí, Cami?
—Claro —respondo, sonriendo.

La mirada de Adrián se clava en el contacto como si hubiera visto un crimen en vivo.
Lo conozco.
Esa quietud, esa falsa calma.
Está molesto. Mucho.

Durante la mañana, intenta disimularlo.
Pero cada vez que Tomás se acerca a mi escritorio, aparece casualmente Adrián con alguna excusa.
—Camila, necesito el informe del cliente.
—Camila, ¿podés revisar las métricas?
—Camila, traeme los documentos a mi oficina.

No hay manera de ignorarlo.
En un momento, incluso Fernanda me manda un mensaje desde su puesto:
“El jefe te llama más que mi ex. ¿Seguro que no pasa nada?”
Respiro hondo.
No, nada pasa. Pero algo se está gestando.

A la hora del almuerzo, Tomás me alcanza con una sonrisa.
—¿Vamos a comer juntos, Cami?
Antes de que pueda responder, Adrián aparece detrás.
—Camila, necesito que revises la presentación del nuevo cliente antes de las tres. Es urgente.
Lo dice con voz tranquila, pero hay algo en su tono que no deja espacio a objeciones.

Tomás frunce el ceño, confundido.
—Podemos hacerlo después, no hay problema —dice él, amable.
—No —responde Adrián, sin siquiera mirarlo—. Necesito que Camila lo tenga listo cuanto antes.

Por dentro quiero gritar.
No porque sea trabajo, sino porque sé exactamente qué está haciendo.
Celos. Puros y simples celos disfrazados de urgencia laboral.

—Está bien —digo finalmente, guardando mis cosas.
Tomás asiente, con una leve sonrisa resignada.
—Entonces más tarde te busco, Cami.
—Dale —respondo, aunque no tengo idea de si será posible.

Cuando se va, Adrián se apoya en mi escritorio.
No dice nada al principio.
Solo me mira, con esa expresión seria, contenida, pero en la que puedo leer mil cosas.
Molestia.
Frustración.

—¿Urgente, dijiste? —le pregunto al fin.
—Sí. —Cruza los brazos—. Es un trabajo importante.
—¿Importante o incómodo?
Levanta una ceja.
—¿Qué insinúas?
—Nada. Solo que tenías toda la mañana para pedirme esto.

Silencio.
Su mirada se suaviza apenas, pero no cede.
—No me gustó cómo te miraba —dice al fin, en voz baja.
Y ahí está. La confesión.
Ni trabajo urgente, ni métricas, ni informes.
Celos, simples y crudos.

—Tomás solo fue amable —respondo, conteniendo la sonrisa.
—Demasiado amable —replica.
—Y vos demasiado controlador —le contesto, bajito, pero él me escucha.

Por un instante parece que va a decir algo más, pero solo suspira.
—Hacelo rápido, ¿sí? —dice al final, dándose media vuelta y entrando en su oficina.

Lo miro alejarse y no sé si reír, suspirar o gritarle que deje de complicarme la cabeza.
Pero hay algo distinto en su forma de irse, en la tensión de sus hombros.
Algo que me dice que esto recién empieza.

Y mientras abro el archivo en la computadora, pienso que no sé qué es peor:
Que Adrián esté celoso…
O que, muy en el fondo, parte de mí disfrute verlo así.




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