Correo equivocado, corazón correcto.

Capítulo 17

La tarde se estira como una goma infinita.
Cada vez que creo haber terminado, Adrián aparece con otra carpeta, otro informe, otra revisión “pequeña” que termina tomando media hora más.

Trato de no mostrarlo, pero me cuesta mantener la sonrisa.
Ya pasaron las tres, las cinco, las seis.
Ni tiempo para almorzar tuve. Solo un café frío y dos galletitas que encontré en el cajón.

—Camila, cuando termines eso, revisá también el presupuesto del cliente nuevo —me dice desde la puerta, con tono casual, como si no hubieran pasado horas.
—¿Hoy también? —pregunto, intentando que no suene a súplica.
—Sí, así lo dejamos cerrado —responde, sin mirarme directamente.

“Así lo dejamos cerrado.”
Traducción: así mantengo a Tomás lejos un rato más.

Miro el reloj: las 19:00.
La oficina empieza a vaciarse. Las luces del pasillo se apagan una a una.
Solo quedamos nosotros, el sonido del teclado y el zumbido del aire acondicionado.

Del otro lado, escucho el movimiento de Tomás juntando sus cosas.
—¿Seguís acá, Cami? —pregunta, acercándose con su chaqueta en la mano.
—Sí, me queda una última cosa.
—¿Querés que te espere? Te llevo a tu casa si querés.
Sonrío, cansada.
—No, gracias, Tomi. Termino esto y me voy.
—Como quieras —responde, con esa sonrisa fácil que no requiere esfuerzo—. Pero comé algo, ¿sí? Te va a dar algo.
Asiento, y cuando se va, me invade un silencio extraño.

Solo quedamos Adrián y yo.
Y mi cabeza que empieza a latir, suave al principio, después más fuerte.
Termino el último documento con la vista borrosa y lo llevo hasta su oficina.

—Listo —digo, dejándolo sobre su escritorio.
Él levanta la mirada del monitor, y su expresión cambia al instante.
—Camila… ¿estás bien?
—Sí, solo un poco… cansada —respondo, llevándome una mano a la frente.

Y en ese segundo, el mundo gira.
Las luces parecen moverse, el aire se vuelve pesado.
Un mareo me sacude y siento cómo se me doblan las rodillas.

—¡Camila! —la voz de Adrián suena lejos, como bajo el agua.

Siento sus brazos sujetándome antes de que caiga.
El calor de su cuerpo, su respiración acelerada.
—Tranquila —murmura, con voz baja pero urgente—. Sentate.

Me acomoda en el sofá de su oficina, sosteniéndome por los hombros mientras busco aire.
Todo me da vueltas.
—No comi nada en todo el día, —digo, casi en un susurro.
La expresión de su cara es suficiente para entender que se siente culpable.

Se aparta un segundo, abre el pequeño minibar y saca una botella de agua.
—Tomá despacio —dice, arrodillado frente a mí, mientras me acerca el vaso.

Lo miro, y por un momento veo algo distinto en sus ojos.
Culpa.
No esa furia fría que suele tener, sino algo más humano.
Como si de repente se diera cuenta de todo lo que provocó.

—Lo siento —dice finalmente, con voz ronca.
Me quedo mirándolo, confundida.
—¿Por qué?
—Porque te sobrecargué. —Baja la mirada—. No tenía que hacerlo.

Respiro despacio.
Podría decirle que está bien, que no pasa nada. Pero no sería cierto.
—¿Por qué lo hiciste? —pregunto, apenas audible.

Tarda unos segundos en responder.
—Porque soy un idiota —dice al fin.

Su sinceridad me toma por sorpresa.
No lo dice con ironía, ni con enojo.
Lo dice con ese tono que no se puede fingir.

—No quería que te fueras con él —admite, mirándome por fin—. No me gustó verlo contigo.

Ahí está.
La verdad, desnuda, sin máscaras.
Por un instante, ninguno de los dos dice nada.
Solo el silencio, denso, y el sonido de mi respiración que vuelve a la normalidad.

—Adrián… —empiezo a decir, pero me interrumpe.
—No digas nada. Solo… quedate un momento así.

Y lo hago.
Cierro los ojos, con el sabor del agua aún en la boca y la sensación tibia de su mano todavía en mi brazo.
No sé si es el cansancio o algo más, pero por primera vez en mucho tiempo, dejo que el silencio hable por nosotros.

Él se queda cerca, sin decir nada más, como si necesitara asegurarse de que sigo ahí.
Y aunque debería levantarme, irme, poner distancia…
No puedo.
No todavía.

No sé en qué momento me vence el sueño.
Solo recuerdo el murmullo bajo del aire acondicionado, la penumbra cálida de la oficina, y la sensación de estar más liviana.

Cuando abro los ojos, lo primero que veo son luces más suaves y una sombra moviéndose cerca.
Parpadeo, confundida.
—¿Qué… hora es? —pregunto, todavía medio dormida.

—Las nueve —responde una voz grave, familiar.
Adrián está ahí, de pie frente a mí, con una bolsa de papel en la mano.
Me incorporo despacio, desorientada.
—¿Nueve? ¡No puede ser! —me llevo las manos al rostro—. Me dormí acá…
—Sí —dice, con una media sonrisa cansada—. Te quedaste dormida hace más de una hora. No quise despertarte.

—Perdón —murmuro, intentando recomponerme.
—No tenés que pedir perdón —responde él enseguida—. Sos la que más trabajó hoy.

Deja la bolsa sobre la mesa baja y saca dos envases de comida.
El aroma me golpea al instante: pasta caliente, salsa, pan.
—Pedí delivery —explica, sin mirarme demasiado—. No iba a dejarte irte sin comer algo.

Por un segundo, me quedo quieta, mirándolo sin saber qué decir.
Él, que siempre parece tan frío, tan medido… ahora está ahí, con la corbata floja y las mangas arremangadas, sirviendo comida como si fuera lo más natural del mundo.

—Gracias —digo al fin, con voz suave.
—No me agradezcas —responde, aunque el tono le tiembla un poco—. Fue culpa mía que no comieras nada en todo el día.

Nos sentamos frente a frente, compartiendo el silencio.
La oficina está casi a oscuras, iluminada solo por la lámpara del escritorio y el brillo de la ciudad que entra por los ventanales.
Comemos despacio, sin hablar mucho al principio.
Hasta que él rompe el silencio.




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