Correo equivocado, corazón correcto.

Capítulo 18

El día empieza con una extraña sensación de serenidad.
Después de todo lo que pasó ayer, el ambiente entre Adrian y yo en la oficina parece más liviano, como si ambos hubiésemos firmado un acuerdo silencioso para empezar de nuevo.

Trabajo concentrada, organizo archivos, respondo correos… y aunque intento no pensarlo demasiado, cada vez que levanto la vista y lo veo en su oficina, siento ese pequeño cosquilleo que se instala sin permiso.
Él no dice mucho, pero su mirada se cruza con la mía cada tanto, apenas unos segundos, lo suficiente para desarmar cualquier intento de indiferencia.

La tarde avanza, el reloj marca casi las doce del medio dia cuando golpea suavemente la puerta de mi oficina.
—Camila —dice, con ese tono calmo que usa cuando no quiere sonar como jefe.
—¿Sí?
—Estuve revisando tus avances, y… creo que no hace falta que vuelvas más tarde. Ya adelantaste demasiado ayer.

Asiento, guardando los papeles en silencio.
—Está bien.

Él se queda quieto un momento, y entonces agrega:
—¿Te parece si salimos ahora?

No pregunta “si quiero ir”, solo “si salimos”, como si el plan ya existiera, como si el “almorzar conmigo” de anoche se hubiera transformado en algo más.
—De acuerdo —respondo, fingiendo que no me tiemblan los dedos al cerrar la laptop.

El trayecto en el auto es tranquilo, casi cómodo.
Conversamos sobre cosas simples: el tráfico, la ciudad, algún comentario sobre el clima.
Nada que pese, nada que incomode.
Pero cada pausa entre frases está cargada de algo distinto, una especie de corriente silenciosa que ambos sentimos y ninguno se anima a nombrar.

Cuando llegamos al restaurante, me sorprende la elección. No es uno de esos lugares elegantes donde suele tener reuniones, sino uno pequeño, cálido, con luz tenue y aroma a pan recién hecho.
—Me gusta este lugar —digo, observando las mesas de madera y las plantas en las ventanas.
—Lo sé —responde él.
—¿Lo sabías?
—Te escuché decirlo una vez, cuando pasamos por acá.

Esa confesión me descoloca. ¿Cuántas veces lo habré mencionado sin pensar, y él lo recordó?

Nos sentamos frente a frente, pedimos la comida y por un momento reina el silencio. No incómodo, sino expectante.
Él se recuesta un poco en la silla, me observa sin disimulo.
—Tenía ganas de hablar contigo sin que sea por trabajo —dice al fin.
—¿Y de qué querías hablar? —pregunto.

Se toma unos segundos antes de responder.
—De nosotros. —Su voz es baja, sincera, sin arrogancia.
El corazón me da un salto.
—¿Nosotros?
—Sí. De lo que pasa… o pasó. No lo sé. —Hace una pausa, busca mis ojos—. No suelo equivocarme con las personas, Camila. Pero contigo… todo fue distinto.

No sé qué decir. Él continúa, casi en un susurro:
—No pensé que algo tan simple como verte reír con otro podía afectarme tanto. Ni que tu silencio me pesara más que cualquier reunión o fracaso.

Trago saliva.
—Adrián…
—No quiero que te sientas presionada. Solo necesitaba decírtelo.

Sus palabras me dejan sin aire.
Lo miro, y en su expresión no hay exigencia, solo una honestidad que me desarma.
—Yo tampoco supe qué hacer —admito al fin—. No me fue indiferente lo que pasó. Ni verte con alguien más, ni que me ignoraras. Pero tampoco entendía qué éramos, y eso… me asustó o asusta, no se.

Él asiente despacio.
—Supongo que los dos tuvimos miedo.

Asiento también.
Durante unos segundos nos quedamos en silencio, solo el murmullo de las conversaciones ajenas llenando el espacio.
La comida llega, pero ninguno tiene verdadero apetito. Comemos despacio, entre frases cortas y miradas largas.

Él sonríe, apenas, con esa calma nueva que no le había visto antes.
—Entonces, ¿podemos empezar de nuevo? —pregunta, con voz suave.

Lo pienso un momento. No sé si “empezar de nuevo” es lo correcto, pero sí sé que quiero dejar de pelear contra lo que siento.
—Podemos intentarlo —respondo.

Y por primera vez, no me da miedo decirlo.

La conversación se disuelve entre palabras sueltas y el sonido de la lluvia que empieza a caer afuera, suave, apenas perceptible contra los ventanales.
El mozo retira los platos principales, y Adrián levanta la mirada hacia mí.
—¿Pedimos postre? —pregunta, con esa media sonrisa que siempre parece esconder algo más.
Asiento, aunque no tengo hambre. La verdad es que solo quiero seguir ahí, frente a él, un poco más.

Pide dos milkshakes de vainilla, sin consultarme.
—Adivinaste —murmuro, sonriendo.
—Te escuché decirlo una vez —responde, y otra vez me sorprende cuánto recuerda de mí.

Cuando el mozo se aleja, él apoya los codos sobre la mesa y me mira fijo, sin disfrazar la seriedad que le cruza el rostro.
—Camila, hay algo que quiero decirte antes de que sigamos fingiendo que somos solo compañeros de trabajo.

Mi corazón da un vuelco.
—Adrián…
—Déjame hablar primero, ¿sí?

Asiento, tragando en seco.

—No sé en qué momento pasó —empieza—, pero empecé a necesitarte más de lo que debería. No solo en la oficina. —Hace una pausa, respira hondo—. Y cuando te vi reír con Tomás, cuando te escuché decir que ibas a salir con él, me descubrí sintiendo algo que no esperaba. Celos. De los feos. De esos que te queman por dentro y te hacen decir estupideces.

Sus ojos se suavizan, pero su voz sigue firme.
—No esperaba sentir algo tan pronto, ni tan fuerte. Y no quiero seguir pretendiendo que no me pasa nada. Quisiera intentar algo contigo, Cami. Quisiera darte un lugar, uno real, donde no tengamos que fingir que esto no existe.

Las palabras me dejan muda.
Lo miro, intento encontrar alguna grieta en su voz que me diga que está exagerando, que es impulso. Pero no la hay. Habla con una honestidad que me desarma.

—Adrián… —murmuro, apenas—. Yo también siento cosas. No puedo negarlo. Pero no sé si sería lo correcto. Sos mi jefe. No quiero complicarte, ni complicarme.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.