El fin de semana llega como un respiro necesario, aunque no exactamente tranquilo.
Desde el viernes a la noche, mi mente no deja de repetir el momento del beso.
Corto, inesperado, suave… pero suficiente para desarmar todas las defensas que había construido.
Cierro los ojos y lo revivo una y otra vez: la forma en que me miró antes de hacerlo, el temblor leve en su voz, su “perdón” que no sonó a arrepentimiento, sino a advertencia.
Dormir fue casi imposible.
El sábado me levanto temprano, preparo café y trato de distraerme con lo de siempre: limpiar, hacer compras, poner música. Nada funciona.
Y cuando finalmente dejo el celular a un lado, vibra sobre la mesa.
Adrián: Buenos días, Cami. Que tengas un lindo sábado.
No hay más que eso.
Ni emojis, ni excusas, ni dobles sentidos. Solo un mensaje simple, cálido, que me deja sonriendo como idiota frente a la pantalla.
Le respondo algo igual de sobrio:
Yo: Buenos días, Adrián. Igualmente.
A la noche vuelve a escribirme.
Adrián: Dulces sueños, Cami. Ojalá estés descansando.
Y otra vez, la sonrisa me encuentra sin que la busque.
El domingo se repite la misma rutina: un saludo al despertar, otro al anochecer.
Nada fuera de lugar, nada explícito… pero todo lleno de una intención que se siente.
Y cuando llega la noche, su mensaje cambia un poco.
Adrián: Ya cuento las horas para verte mañana.
Lo leo tres veces.
Mi estómago da un giro extraño.
Le respondo con un simple Nos vemos mañana, pero el corazón me late como si hubiera dicho mucho más.
Esa noche duermo mal. No puedo dejar de pensar en cómo voy a mirarlo después de ese beso, después de todo lo que no dijimos pero se entendió.
Intento convencerme de que todo va a ser profesional, normal, como siempre. Pero a quién quiero engañar.
El lunes a la mañana, mientras estoy terminando de elegir qué ponerme, suena el teléfono. Es un mensaje suyo.
Adrián: Paso a buscarte para ir a la oficina. Si querés.
Me quedo mirándolo un rato largo. No es una orden, ni una invitación directa. Es… una opción.
Una parte de mí quiere decir que no. Que no quiero seguir alimentando la confusión.
La otra parte, la que prometió “intentarlo”, responde por mí.
Yo: Está bien. Te espero.
Adrián: Perfecto. Ya estoy abajo.
Respiro hondo, agarro mi cartera y bajo.
Cuando salgo del edificio, lo veo apoyado en el auto, con las manos en los bolsillos y esa expresión tranquila que me cuesta leer.
Al verme, sonríe.
—Buenos días. —Su voz tiene un tono más bajo, casi íntimo.
—Buenos días —respondo, intentando sonar normal.
El camino hasta la oficina se siente más corto que nunca. Hablamos poco, lo justo.
El tráfico, el clima, los pendientes del día.
Pero cada palabra suya me pesa de una forma distinta. Cada silencio, también.
Cuando llegamos, me abre la puerta, como siempre. Un gesto simple, pero que hoy se siente distinto.
—Gracias —murmuro.
—Gracias a vos por aceptar venir conmigo. —Y me lanza una de esas miradas que esquivo antes de que me deje sin aire.
La mañana transcurre con ritmo frenético. Reuniones, correos, llamadas.
Por suerte, la carga de trabajo nos mantiene ocupados y eso ayuda a mantener cierta distancia.
Cada tanto lo veo de lejos, concentrado en su escritorio, con la camisa arremangada y los antebrazos marcados, y tengo que obligarme a mirar otra cosa.
Al mediodía, Fernanda aparece en mi oficina.
—Vamos a almorzar, Cami. Te juro que si no salgo de acá cinco minutos, me estalla la cabeza.
Acepto encantada. Necesito aire.
Vamos a un restaurante cerca, y por un rato logro desconectarme. Hablamos de cosas sin importancia, del trabajo, de la vida.
Me siento bien, tranquila.
Hasta que suena la notificación del correo corporativo.
Fernanda revisa su celular al mismo tiempo que yo.
—¿Reunión a las tres? —pregunta.
—Sí, dice “asistencia obligatoria”.
—Genial… otro lunes eterno. —Suspira y deja el teléfono a un lado.
Volvemos a la oficina y el rumor del correo corre rápido. Todos hablan de eso, sin saber bien de qué se trata.
A las tres en punto, la sala de reuniones está casi llena. Adrián ya está ahí, revisando algunos documentos.
Cuando entro, su mirada me sigue hasta que me siento.
La reunión empieza con un tono formal, pero enseguida llega la parte importante.
—Uno de nuestros clientes principales solicitó una reunión urgente para revisar el proyecto “Alfa”. Quieren discutir detalles de producción y cerrar una compra grande. —explica Laura, la jefa de operaciones.
Se escuchan murmullos. Es un proyecto grande, de esos que pueden definir todo un trimestre.
—Necesitan que alguien viaje esta semana para presentar el producto, supervisar las pruebas y coordinar con ellos directamente —continúa.
—¿Quiénes irían? —pregunta alguien del fondo.
Laura mira su carpeta, luego a Adrián.
—Por el área técnica, debería ir el jefe de departamento… o sea, Adrián. Y del área de desarrollo y presentación, la persona más familiarizada con el proyecto es… —hace una pausa, y me mira— Camila.
Levanto la cabeza, sorprendida.
—¿Yo?
—Sí —responde ella—. Fuiste quien supervisó la última etapa del diseño y la documentación. Nadie conoce mejor el producto.
Varios asienten, y hasta escucho un par de comentarios aprobatorios.
Adrián guarda silencio, pero noto que la idea no le molesta.
Finalmente asiente.
—De acuerdo. Podemos organizar todo hoy mismo. ¿Cuánto durará el viaje?
—Aproximadamente una semana o dos, depende de las pruebas —responde Laura.
—Perfecto —dice él, aunque su tono suena más contenido que convencido.
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Editado: 12.10.2025