Correo equivocado, corazón correcto.

Capítulo 20

A las cinco en punto, mi teléfono vibra sobre el escritorio.
El nombre de Adrián aparece en la pantalla.

—¿Podés venir un momento a mi oficina, por favor? —dice su voz al otro lado, tranquila, pero con ese tono que siempre logra ponerme tensa.
—Claro —respondo, tratando de sonar más relajada de lo que realmente estoy.

Cuando entro, él está de pie junto a su escritorio, con una tablet en la mano y la chaqueta colgada en el respaldo de su silla. La luz del atardecer se cuela por el ventanal, tiñendo la oficina con tonos dorados que le dan un aire casi cinematográfico.

—Pasá —me dice, con una sonrisa leve—. Sentate, así charlamos un poco.

Cierro la puerta detrás de mí y me siento frente a él, tratando de ignorar cómo mi corazón decide que justo ahora es buen momento para acelerarse.

—¿De qué se trata? —pregunto, abriendo mi cuaderno por costumbre.

—Del viaje —responde, dejando la tablet sobre el escritorio y apoyando los antebrazos sobre la mesa—. Ya confirmaron todo.
Al parecer, el cliente quiere que nos reunamos personalmente. Y el destino… —me mira, y hay algo de emoción en su tono— es Londres.

—¿Londres? —repito, con una mezcla de sorpresa y nerviosismo.
Nunca salí del país, y mucho menos por trabajo.

—Sí —asiente—. Es un vuelo largo, salimos mañana al mediodía. No hace falta que vengas a la oficina a la mañana. Solo prepará todo y te paso a buscar antes de ir al aeropuerto.

—¿Vos… me vas a pasar a buscar? —pregunto, sin poder evitar que me tiemble apenas la voz.

Él sonríe apenas, divertido, y me responde como si fuera lo más natural del mundo.

—Por supuesto. No pienso dejar que te vayas sola cargando maletas, además, así revisamos juntos algunos documentos antes de despegar.

Asiento lentamente, tratando de enfocarme en anotar lo que dice y no en cómo lo dice.

—Perfecto —respondo, mientras escribo en mi cuaderno—. Salida: mediodía. Duración estimada: una semana.
—Posible extensión de dos —añade él enseguida—. Por si el cliente decide alargar las negociaciones o incluir otros productos en el acuerdo.

Alza la tablet y me muestra el calendario, los horarios, los nombres de los contactos que nos esperan allá. Yo voy tomando nota de todo, intentando mantener la compostura.
Pero cada vez que levanto la vista y lo veo tan concentrado, tan seguro, con ese tono de voz firme y tranquilo, me cuesta recordar que esto es un simple viaje de trabajo.

—Todos los gastos corren por cuenta de la empresa —continúa él—. Así que solo tenés que ocuparte de lo básico: tu ropa, tus cosas personales y… bueno, paciencia para aguantarme unos cuantos días.
—Eso último lo voy a anotar en mayúsculas —le contesto con una pequeña sonrisa, intentando romper la tensión.
Él ríe, y ese sonido suave me desarma un poco.

Seguimos hablando, repasando detalles: la presentación del producto, los nombres de los clientes, los horarios de las reuniones, los documentos que debemos llevar impresos y digitalizados. Todo transcurre de forma natural, como si estuviéramos atrapados en una burbuja de trabajo y tiempo suspendido.

Hasta que, de repente, miro el reloj y noto que son casi las ocho.

—¡No puedo creer que ya sea tan tarde! —exclamo.
—Ni yo —responde él, dejando la tablet a un costado y estirándose un poco—. Se nos fue la tarde volando.
—Creo que es mejor que me vaya —digo, cerrando mi cuaderno—. Tengo que preparar mi maleta y organizarme.
—Te acompaño —dice enseguida, poniéndose de pie.

Levanto la mirada y niego despacio.
—No hace falta, Adrián. De verdad. Está todo bien, solo voy a tomar un taxi.
—Camila, ya es de noche. No me cuesta nada acercarte.
—Lo sé —respondo, suave—. Pero prefiero ir sola.

Por un momento, parece que va a insistir. Sus ojos me buscan, intentando descifrar algo más allá de mis palabras. Pero finalmente asiente, con una resignación que no logra disimular del todo.

—Está bien —dice al fin—. Te veo mañana, entonces. Al mediodía.
— Te voy a esperar.
—Perfecto.

Nos quedamos unos segundos en silencio. Hay algo en el aire, un hilo invisible entre los dos que ninguno se anima a romper.
Él toma su saco, me acompaña hasta la puerta y antes de abrirla me mira de nuevo.

—Va a ser una buena semana —dice, y aunque lo dice con voz profesional, sus ojos cuentan otra historia.
—Eso espero —respondo, forzando una sonrisa—. Buenas noches, Adrián.
—Buenas noches, Camila.

Salgo de su oficina con el corazón latiendo en el estómago.
Camino por el pasillo vacío, bajo en el ascensor y salgo al aire fresco de la noche.
Mientras espero el taxi, me descubro sonriendo sola, aunque no sabría decir si es por los nervios o por la emoción.
Va a ser un viaje largo. Demasiado largo, si sigo sintiendo todo esto.

Y aunque trato de convencerme de que debo mantener las cosas en su lugar —que él es mi jefe, que esto es trabajo—, no puedo evitar pensar que en Londres todo podría cambiar.

................................................................

Dormí poco. O más bien, casi nada.
Cada vez que cerraba los ojos, me venía a la cabeza la imagen de Adrián mirándome desde su oficina, esa mezcla entre ternura y deseo que no sé si me imaginé o si realmente estaba ahí.
A eso se le suma el pequeño detalle de que hoy viajo a Londres. Por trabajo. Con él.
Una semana —quizás dos— compartiendo reuniones, vuelos, hoteles, desayunos, cenas, miradas… y todo eso que intento convencerme de que no tiene importancia.

Abro los ojos cuando la primera luz del sol se filtra por la cortina. Me levanto despacio, reviso por enésima vez la valija que armé anoche y hago una lista mental:
Pasaporte, documentos, cargadores, ropa formal, ropa cómoda, adaptadores, notebook, dossier de presentación. Todo parece estar en orden, pero mi estómago sigue enredado en un nudo que no se deshace.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.