Correo equivocado, corazón correcto.

Capítulo 21

El golpe suave en la puerta me saca del sueño.
Abro los ojos lentamente, aún envuelta en las sábanas blancas que huelen a detergente caro.

—¿Camila? —la voz de Adrián suena amortiguada del otro lado—. ¿Estás despierta?

Tardo un segundo en responder.
—Sí… dame un momento.

Me incorporo, paso una mano por el cabello y abro la puerta todavía medio dormida.
Ahí está él, impecable como siempre, con una camisa azul clara arremangada hasta los codos y una bandeja en las manos.
Sonríe, y esa simple curva en sus labios logra que mi corazón dé un salto traicionero.

—Te traje el desayuno —dice con naturalidad, como si fuera lo más normal del mundo.
—¿El desayuno?
—Ya lo pedí para los dos. Pensé que podíamos aprovechar y planificar el día.

Se hace a un lado para dejarme espacio, y nos vamos al comedor.
La luz de la mañana entra por el ventanal, bañando todo con un tono dorado y cálido.
En la pequeña mesa del comedor, coloca la bandeja: café, jugo, frutas, croissants, todo perfectamente dispuesto.

—No hacía falta —le digo mientras me siento—, podrías haber comido sin mí.
—Y perderme la oportunidad de desayunar con vos… ni pensarlo —responde, y me mira con esa mezcla de seriedad y ternura que empieza a volverse demasiado familiar.

Nos servimos café en silencio.
Hay algo en el ambiente que se siente distinto, más tranquilo, más íntimo.
Él me observa mientras endulzo mi taza, y noto cómo su mirada se detiene un poco más de la cuenta.

—Dormiste bien? —pregunta.
—Sí, bastante. El viaje me tenía agotada.
—A mí también —dice, y deja la taza—. Pero verte tan tranquila anoche… me ayudó a descansar.

Sus palabras me toman por sorpresa.
No es el tono de un comentario casual.
Es sincero, cálido, lleno de una atención que no busca impresionar, solo acercarse.

—Los clientes me escribieron esta mañana —continúa—. Confirmaron la reunión para dentro de dos días. Así que hoy podemos aprovechar para recorrer un poco, conocer el lugar y revisar los documentos con calma.
—Perfecto —asiento—, me vendrá bien repasar todo antes de la reunión.

Él sonríe, pero no dice nada más.
Solo me mira.
Y esa mirada… es suave, profunda, casi protectora.

Cuando me doy cuenta, su mano se estira por la mesa.
No me toca del todo, solo roza el dorso de mi mano con la yema de sus dedos, como si dudara si tiene derecho a hacerlo.
Y entonces, con un gesto que apenas dura un segundo, me acomoda un mechón de cabello que había caído sobre mi mejilla.

—Así —murmura—. Ahora sí.

Mi respiración se corta por un instante.
No es lo que hace, sino cómo lo hace: despacio, con esa mezcla de cuidado y deseo contenido que me desarma.

—Gracias —digo, apenas audible.
—No me agradezcas —responde él, mirándome a los ojos—. Me gusta cuidar de vos.

El silencio que sigue pesa, pero no incomoda.
Nos quedamos así, observándonos, con las tazas aún humeantes entre las manos, como si el resto del mundo hubiera desaparecido.

Terminamos el desayuno entre pequeñas conversaciones y silencios que no pesan.
Cada palabra se siente más natural, menos forzada, como si poco a poco estuviéramos encontrando un equilibrio entre lo que somos y lo que queremos.

Cuando Adrián levanta la bandeja vacía y la deja sobre la mesita del rincón, me mira con una sonrisa que me derrite por dentro.
—¿Te parece si damos una vuelta por la ciudad? —pregunta con un tono tan casual que no parece el mismo hombre que, hace apenas unos días, era mi jefe y mantenía siempre una distancia prudente.
—Claro —respondo—, así estiramos las piernas y despejamos un poco la cabeza antes de empezar con los preparativos.

Él asiente, se levanta y se acomoda el reloj.
—Perfecto. Te espero en unos minutos, entonces.

Cuando se va hacia su habitación, voy a la mía y cierro la puerta y apoyo la espalda contra ella, respirando hondo.
El corazón me late un poco más rápido de lo que quisiera admitir.
Tal vez es el viaje, tal vez el cambio de ambiente, o simplemente que estar cerca de él se está volviendo demasiado fácil, demasiado tentador.

Camino hasta mi valija abierta y reviso mi ropa.
No quiero parecer demasiado arreglada, pero tampoco quiero verme desganada.
Elijo un vestido sueltito color crema, liviano, con un vuelo que se mueve al ritmo de mis pasos.
Me ato el cabello en una coleta alta, me pongo unas sandalias bajas y apenas un toque de perfume.
Al mirarme al espejo, me sorprendo.
No sé si soy yo o la ciudad que me cambia el ánimo, pero hay algo diferente en mi reflejo.
Quizás una serenidad nueva, o tal vez sea ese brillo en los ojos que aparece cada vez que pienso en él.

Escucho un golpe suave en la puerta y giro.
—¿Camila? —su voz.

Abro, y ahí está.
Con una camisa blanca arremangada, unos jeans oscuros y esa forma de mirarme que me desarma.
Por un momento no dice nada. Solo me observa, y noto cómo su respiración se vuelve más lenta, más profunda.

—Te ves… —hace una pausa, como si buscara la palabra correcta—. Hermosa.
Siento que me tiembla un poco el pulso, pero sonrío.
—Gracias. No me puse nada especial.
—Eso es lo que lo hace peor —responde con una media sonrisa, bajando la voz—. Contenerme se está volviendo un poco difícil, ¿sabés?

Lo dice sin provocación, sin arrogancia. Solo honestidad.
Y esa honestidad, paradójicamente, me deja sin saber qué decir.

—Vamos —digo al fin, intentando sonar casual—, antes de que empiece a hacer más calor.

Salimos juntos. El aire fresco nos recibe con un soplo suave, y la ciudad, con sus calles adoquinadas y cafés en cada esquina, parece estar esperándonos.
Caminamos despacio, sin apuro.
Él va a mi lado, siempre atento, cuidando que no me tropiece, que no cruce sin mirar, que tenga agua cuando el sol se vuelve más fuerte.
Y aunque intento concentrarme en los edificios antiguos, las flores colgando de los balcones, o los artistas callejeros que pintan retratos en la plaza, mis ojos siempre terminan volviendo a él.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.