Eran casi las diez cuando tocan la puerta.
Me sobresalto apenas, pensando que quizá olvidó algo, pero cuando abro, lo veo con una chaqueta gris clara y esa sonrisa tranquila que, sin pedir permiso, me desarma.
—¿Te parece si bajamos a cenar? —pregunta, con un tono que mezcla cortesía y expectativa.
—Claro —digo, cerrando la puerta detrás de mí—. Ya tengo hambre.
El ascensor baja despacio. Las luces reflejan nuestros rostros en el espejo dorado de la pared, y por un momento, el silencio entre nosotros es casi tangible.
No hace falta hablar: hay una tensión suave, latente, que flota en el aire, y aunque ninguno la menciona, los dos la sentimos.
Al llegar al restaurante, el ambiente es cálido, íntimo. Las mesas están separadas por biombos de madera clara y las luces, bajas, apenas iluminan los rostros.
Un camarero nos guía hasta una mesa junto a la ventana, desde donde se ven las luces de la ciudad extendiéndose más allá del río.
—Parece una postal —murmuro, mientras acomodo la servilleta sobre mis piernas.
—Sí —responde él, sin apartar la vista de mí—. Pero la vista de enfrente me gusta más.
No sé si reír o sonrojarme. Termino haciendo ambas cosas a la vez.
—Adrián… —lo reprendo con una sonrisa—. ¿Siempre sos así de encantador?
—No —responde, sin pensarlo—. Solo cuando tengo motivos.
El camarero llega, nos entrega el menú.
Elegimos algo liviano: él pide salmón a la parrilla con vegetales, yo una pasta con salsa cremosa.
Mientras esperamos, la conversación fluye entre lo cotidiano y lo personal, con esa facilidad nueva que descubrimos hoy.
Hablamos del trabajo, de lo que falta preparar, de los clientes y sus caprichos.
Pero también hablamos de cosas más simples: de libros, de lugares, de sueños.
Y cada vez que él ríe, siento que algo en mí se relaja, como si de pronto todo fuera más sencillo.
—Mañana podríamos empezar temprano —dice, mientras mezcla el vino en su copa—. Quiero que revisemos juntos la presentación, el enfoque del producto y los posibles escenarios de negociación.
—Perfecto —respondo—. Así el día de la reunión ya lo tenemos todo cerrado.
Asiente, satisfecho.
—Y si terminamos antes del mediodía, te invito a almorzar en algún lugar distinto. Hay un restaurante cerca del río que me recomendaron.
—¿Eso cuenta como parte del trabajo? —pregunto, divertida.
—Digamos que es una forma de mantener motivado al equipo.
Ambos reímos.
El vino suaviza las palabras, y el ambiente parece conspirar para volverlo todo más íntimo.
Las luces cálidas, el murmullo lejano de las conversaciones, la música suave… todo se combina para hacer que el tiempo pierda su prisa.
Cuando llega la comida, él me sirve agua antes de tocar su plato, ese tipo de gesto que parece mínimo pero dice mucho.
—Gracias —le digo.
—No hay de qué —responde—. Es lo menos que puedo hacer, después de haberte hecho trabajar tanto.
—Ya lo olvidé —le aseguro, sonriendo.
Pero él no sonríe de inmediato. Me mira con una mezcla de ternura y culpa que me deja quieta.
—Yo no —admite—. Y todavía me molesta saber que te sentiste mal por mi culpa.
La sinceridad de su tono me toma por sorpresa.
No sé qué contestar, así que bajo la mirada.
Siento sus ojos sobre mí, constantes, suaves.
Comemos en silencio unos minutos, hasta que él vuelve a hablar.
—Te juro que no pensé que esto… —hace un gesto vago con la mano, señalando el aire entre nosotros— …iba a ser tan difícil de controlar.
Levanto la mirada, y sus ojos se encuentran con los míos.
Hay algo en su voz, en la forma en que dice “esto”, que me deja sin aire.
—No sé de qué hablás —murmuro, aunque ambos sabemos que sí lo sé.
—De vos —responde él, despacio, con una calma que contrasta con la tensión que siento—. De lo que me pasa cada vez que te miro.
El silencio que sigue es distinto a los otros. No es incómodo, es cargado, intenso.
El ruido del restaurante desaparece. Solo estamos él y yo, frente a frente, midiendo distancias que hace rato dejamos de respetar.
Sus dedos juegan con el borde de su copa.
—Sé que te prometí que te iba a conquistar de a poco —dice, bajando la voz—, pero si sigo viéndote así, con esa sonrisa, esa forma de mirar… se me va a hacer imposible ir despacio.
—Adrián… —intento decir algo, pero mi voz apenas sale.
—Tranquila —susurra—. No voy a hacer nada que no quieras.
Y es entonces cuando su mano se desliza, despacio, hasta rozar la mía sobre la mesa.
El contacto es leve, casi inocente, pero me atraviesa como una corriente.
Me quedo quieta, sin apartarme, sin esconderme.
No necesito mirarlo para saber que sonríe.
—Camila —dice, en un suspiro—, no te imaginas lo que me haces sentir.
Levanto la vista, y sus ojos me sostienen.
Hay en ellos una mezcla de deseo y ternura que me resulta imposible descifrar, pero que me envuelve por completo.
Quiero responder, pero las palabras no alcanzan.
Así que simplemente dejo que el silencio diga lo que mi corazón no se anima.
Terminamos de cenar sin hablar mucho más.
Cada mirada, cada roce, cada gesto parece suficiente para llenar los huecos de conversación.
Cuando el camarero trae el postre, apenas probamos un poco. Ninguno tiene hambre.
Estamos demasiado concentrados en el otro.
Al final, él pide la cuenta.
La paga sin dejarme discutir, y cuando el camarero se aleja, se inclina apenas hacia mí.
—¿Sabés qué es lo más curioso de todo esto? —dice, con una sonrisa ladeada—. Que por más que intento pensar con la cabeza, cada vez que te tengo cerca, todo lo demás deja de importar.
Siento que me arden las mejillas.
Intento mantener la calma, pero la intensidad de su mirada me desarma.
—yo… —murmuro, apenas.
—No, no digas nada —me interrumpe suavemente—. Solo prometeme que no vas a escapar de mí antes de que esto empiece.
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Editado: 12.10.2025