El sonido del viento contra los ventanales fue lo primero que escuché al abrir los ojos.
El amanecer londinense tenía esa luz gris azulada que parecía salir de un cuadro. No había ruido, no había movimiento. Solo el silencio de un hotel caro y una calma que me hizo sonreír sin motivo.
Me estiré un poco en la cama y miré el reloj. Las ocho.
Por alguna razón, despertarme antes que Adrián me pareció un logro, casi una travesura.
Pedí el desayuno al cuarto —té, café, jugo de naranja, frutas, panecillos, algo dulce— y, cuando el carrito llegó, abrí la puerta. El joven del servicio, no tendría más de veinte años, se puso completamente rojo.
—Good morning, miss —balbuceó.
—Good morning —respondí sin entender del todo su reacción.
Dejó el carro frente a mí y huyó casi corriendo.
Solo cuando vi mi reflejo en el espejo del pasillo entendí por qué: el camisón era semitransparente con la luz de la mañana detrás.
“Genial, Camila”, murmuré, rodando los ojos. “Otra escena digna de morir de vergüenza”.
Suspiré y empujé el carro hasta la pequeña mesa del comedor, decidi arreglar todo e ir a cambiarme luego. Coloqué las tazas, los cubiertos, acomodé las flores que venían en el centro y, sin pensarlo mucho, caminé hasta la puerta de la habitación de Adrián. Toqué dos veces.
—¿Adrián? —llamé suavemente—. Ya llegó el desayuno.
La puerta se abrió de golpe y apareció él.
Pelo despeinado, barba de una noche, sin remera, solo en boxers.
—Buenos días —dijo con voz ronca de sueño.
—Yo… —Mi cerebro se apagó durante dos segundos. Literalmente, dos.
Él me miró, luego bajó la vista… y su expresión cambió.
—Camila… —dijo apenas, su tono más bajo, más denso—.
Me miré. Camisón. Transparente. Sin bata.
Creo que el momento en que ambos procesamos la situación fue exactamente el mismo.
Nos miramos, nos ruborizamos al mismo tiempo y, sin decir una palabra, dimos media vuelta y corrimos cada uno a su habitación.
Cerré la puerta, me apoyé en ella y me tapé la cara con ambas manos.
—No puede ser… —murmuré.
Busqué un short y una remera holgada, me até el cabello en una coleta y traté de recuperar algo de dignidad antes de salir.
Cuando volví al comedor, Adrián ya estaba ahí.
Remera blanca, short oscuro, impecable como si nada hubiera pasado.
Pero su expresión… seria, contenida.
“Está enojado”, pensé, y sentí un nudo en el estómago.
—¿Recibiste esto? —preguntó, señalando la mesa con el desayuno.
—Sí, lo pedí yo.
Él asintió.
—¿Así como estabas vestida hace un rato?
Silencio.
Entonces lo entendí.
El muchacho del carrito. Su cara roja.
Mis mejillas ardieron.
—Ah… eso explica todo —dije en voz baja.
Adrián suspiró y negó con la cabeza, acercándose un paso.
—Camila, no sabés lo que me cuesta no salir a buscarlo.
—¿Buscar a quién?
—Al chico del desayuno —respondió entre dientes—. Los celos me están matando.
No pude evitar reírme, porque lo dijo con tal honestidad que me desarmó.
—Adrián… era un nene.
—No me importa —replicó—
Él se acercó otro paso. Ya no parecía enojado, sino… vulnerable.
Esa mezcla entre el control que siempre tenía y la imposibilidad de esconder lo que sentía.
—No puedo evitarlo —continuó, bajando la voz—. No sé en qué momento pasó, pero… todo lo que hacés me toca de una forma que no esperaba.
Yo tragué saliva, sintiendo que la distancia entre nosotros se hacía mínima.
Podía oler su perfume, sentir su respiración, la calidez que emanaba de él.
—No digas eso —murmuré, aunque mi voz tembló.
—¿Por qué no? —preguntó, sin apartar la mirada.
—Porque entonces no voy a poder seguir fingiendo que esto es solo trabajo.
Sus ojos se ablandaron, y en ese instante dejó de ser el hombre seguro que conocía.
—Yo ya no puedo fingir nada —confesó.
Cerré los ojos un segundo.
Podía sentir el peso de todo lo no dicho entre nosotros.
—Adrián… —dije despacio—. Yo también estoy sintiendo cosas que no debería.
Él no se movió, solo me escuchó.
—No sé cuándo empezó, pero hay momentos en los que quiero… —Sonreí apenas, nerviosa—. Quiero compartir más, hacer cosas simples contigo. Caminar, cocinar, abrazarte sin pensar si alguien nos mira. Y eso me asusta, porque cada día se siente un poco más fuerte.
Su mirada se suavizó del todo.
—Yo solo sé —dijo con voz grave— que cada vez que estás cerca me cuesta más contenerme.
No hubo beso. No esta vez.
Solo una caricia.
Su mano se levantó despacio y me rozó la mejilla con el dorso.
El contacto fue tan suave que casi no existió, pero me recorrió un escalofrío.
—No quiero que te sientas incómoda —susurró—. Solo necesitaba decirlo.
—No estoy incómoda —respondí, apenas audible—. Estoy… confundida. Pero bien.
Él sonrió, esa sonrisa pequeña que siempre parecía escapársele sin permiso.
—Entonces desayunemos, antes de que el té se enfríe.
Nos sentamos frente a frente. El silencio se sintió diferente esta vez.
Cálido. Lleno.
Comimos despacio, hablando de cosas livianas, riendo por momentos, esquivando por instinto la tensión, como dos personas que sabían perfectamente lo que estaba pasando pero preferían no romper el equilibrio todavía.
El resto de la mañana pasó entre tazas de café y silencios cómodos.
Después del desayuno, Adrián abrió la laptop y extendió sobre la mesa varios documentos.
—Tenemos que repasar todo —dijo, con ese tono suyo que mezclaba concentración y paciencia—. Si mañana la reunión es al mediodía, hoy debería quedarnos todo cerrado.
Asentí y me senté frente a él.
No hubo más palabras durante un buen rato, solo el sonido de las teclas y el roce de los papeles.
Era curioso cómo, a pesar de la cercanía, el ambiente se sentía tranquilo, liviano. No había tensión sexual explícita, sino algo más profundo: la sensación de estar construyendo algo juntos.
#1276 en Novela romántica
#369 en Otros
#167 en Humor
errores, amor y segundas oportunidades, romance de oficina divertido
Editado: 12.10.2025