Adrian
La luz entra suave, filtrándose entre las cortinas gruesas del ventanal.
Por un momento no entiendo dónde estoy.
Siento calor, un peso ligero sobre el pecho, y algo —o mejor dicho, alguien— respirando despacio, acompasado, sobre mí.
Parpadeo, intento moverme, y entonces lo noto.
Camila.
Está dormida sobre mis brazos, con la cabeza apoyada en mi pecho y una de sus manos aferrada a mi remera.
Su cuerpo encaja perfecto contra el mío, como si toda la noche hubiera buscado ese lugar.
Y lo peor —o lo mejor— es que me encanta.
No me atrevo a moverme.
Por primera vez en mucho tiempo, no quiero que nada cambie.
Solo quedarme así, respirando el mismo aire, sintiendo su peso leve, el roce de su cabello contra mi cuello.
La observo.
Tiene el rostro relajado, los labios entreabiertos, el cabello despeinado cayéndole sobre la mejilla.
Trago saliva y cierro los ojos un segundo.
“Controlate”, me repito. Pero ¿cómo se controla algo así?
La tengo en brazos, literalmente abrazada a mí, como si me perteneciera desde siempre.
Respiro hondo.
La habitación huele a café, a lluvia de la noche anterior, y a ella.
A Camila.
Y de repente, me parece que no hay lugar en el mundo donde preferiría estar.
Recuerdo el día anterior: las horas trabajando juntos, la concentración, las risas entre papeles, el cansancio compartido.
Fue el día más tranquilo que tuve en meses, y no salimos del hotel.
Nada me pareció aburrido.
Con ella, incluso el silencio se siente cómodo.
Miro el reloj de la pared: las agujas marcan las nueve en punto.
Deberíamos levantarnos, ordenar todo para la reunión del mediodía.
Pero no puedo.
No todavía.
Alargo una mano y rozo su mejilla con la punta de los dedos.
La piel le tiembla apenas al contacto.
Paso a su cuello, al contorno de su brazo, a un mechón de su cabello.
Podría pasar horas así.
Ella se mueve un poco, como buscando una posición más cómoda, y de repente cruza su pierna sobre la mía.
Su cuerpo se pega más.
Me rodea con los brazos, y aprieta, dormida, como si inconscientemente tuviera miedo de que me fuera.
Suelto una risa baja, apenas un suspiro entre dientes.
Y eso parece despertarla.
La siento tensarse.
Abre los ojos lentamente, todavía confundida, y entonces me ve.
Sus pestañas parpadean rápido, y su respiración cambia.
Se da cuenta.
—Oh, por Dios… —murmura, intentando separarse.
Pero no la dejo.
La abrazo más fuerte, una mano en su espalda, la otra acariciando su cabello.
—Quedate un poco más —le digo, casi en un susurro.
Su cuerpo se relaja apenas, y entonces añado, con una sonrisa que no puedo esconder—: Buenos días, Cami.
La forma en que la llamo la descoloca.
Lo sé, lo noto en sus ojos.
Pero no me corrige, no dice nada.
Solo me mira, con esa mezcla de timidez y ternura que podría romperme en mil pedazos.
—Buenos días… —responde, apenas audible.
El sonido de su voz contra mi pecho me desarma.
Y por un instante, pienso que podría acostumbrarme a esto.
A despertarme con ella así.
A sentirla tan cerca, tan real.
A que cada mañana empiece con su respiración y termine con su risa.
No digo nada más.
No quiero arruinar el momento.
Solo la sostengo un poco más, mientras afuera el día comienza de verdad y adentro el mundo se reduce a un sofá, dos cuerpos y una verdad que ninguno de los dos puede seguir ignorando: ya no hay marcha atrás.
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Camila
Desperté envuelta en un calor suave, tibio, reconfortante. Por un momento no supe dónde estaba. Sentía el leve sonido de una respiración constante, acompasada con la mía. Y luego, una caricia en mi rostro.
Tardé unos segundos en recordar: la película, el sofá, la noche que se nos fue sin darnos cuenta entre risas, trabajo y cansancio.
Cuando abrí los ojos, lo primero que vi fue la remera blanca de Adrián, justo frente a mi rostro. Y su pecho moviéndose con calma debajo de mi mejilla.
Me quedé quieta. Su olor me envolvía, una mezcla de jabón, madera y algo que era solo de él.
No tenía idea de qué hora era, ni me importaba. Estar así se sentía tan bien…
Su brazo aún me sostenía contra su cuerpo, y mis dedos estaban enredados en su camiseta. Era como si mi cuerpo se hubiera rendido a esa cercanía sin pedirme permiso.
Levanté apenas la mirada y lo vi.
Tenía los ojos abiertos, mirándome, con esa expresión tranquila y tierna que pocas veces le había visto.
—Oh, por Dios… —murmuré, intentando separarme.
——Quedate un poco más — murmuró, casi en un susurro, su voz ronca por el sueño.
—Buenos días… —respondí apenas, sin moverme.
Y entonces él sonrió. Esa sonrisa que desarma, la que no usa en las reuniones ni en público, la que es solo suya.
Alcé una mano, despacio, y le acaricié el rostro. Su piel estaba tibia, y tenía la barba crecida. Él cerró los ojos, como si disfrutara cada segundo.
Sentí su respiración acelerarse, y la mía la siguió sin remedio.
Nos quedamos así un rato, sin hablar. El reloj de la pared marcaba el paso del tiempo, pero para mí todo estaba suspendido.
Finalmente, Adrián se incorporó un poco, y yo aproveché para hacerlo también. No dijimos mucho. Solo nos sonreímos con cierta torpeza, como si ambos supiéramos que algo estaba cambiando, aunque ninguno quisiera admitirlo todavía.
Nos fuimos a asear, cada uno por su lado. Intenté concentrarme, pero la imagen de su rostro al despertar me perseguía. Esa calma. Ese brillo en los ojos.
Me vestí con una blusa beige y una falda oscura, algo profesional pero cómodo. Cuando salí, él ya estaba listo, impecable, ajustándose el reloj y revisando unos documentos.
Nos cruzamos una mirada corta, pero suficiente para que mi estómago hiciera ese giro inevitable.
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Editado: 12.10.2025