Esa noche sentía que el aire pesaba distinto.
Desde nuestra charla en la tarde, algo en mí cambió. No podía dejar de pensar en la forma en que Adrián me había mirado cuando le confesé lo que sentía, en el temblor leve de su voz, en la ternura con la que me acarició la mejilla antes de apoyar su frente contra la mía. Fue tan simple, y al mismo tiempo tan profundo, que pasé toda la tarde con una sonrisa tonta en el rostro.
Decidimos cenar juntos en el restaurante del hotel, algo tranquilo, “para relajarnos después de un día tan intenso”, dijo él. Pero por dentro, ambos sabíamos que no se trataba solo de relajarnos. Era una excusa, una manera de compartir tiempo, de seguir prolongando ese instante que no queríamos que terminara.
Faltaban veinte minutos para las nueve cuando empecé a prepararme.
Me di una ducha rápida y, por alguna razón, me tomé más tiempo del habitual en elegir qué ponerme. No quería exagerar, pero tampoco presentarme como si no me importara.
Al final, elegí un vestido suelto, de tela liviana, color negro con pequeños detalles dorados que brillaban apenas con la luz. Se movía con cada paso, ligero y femenino. Lo acompañé con unas sandalias de tacón bajo y un toque mínimo de maquillaje. Me dejé el cabello suelto, cayendo sobre los hombros.
Cuando terminé, respiré hondo frente al espejo.
No era la primera vez que me preparaba para salir a cenar con alguien, pero sí la primera en la que sentía esa mezcla tan intensa de ilusión y nervios.
Era diferente.
Era él.
Crucé el pasillo hasta la habitación de enfrente y toqué la puerta.
Estaba entreabierta.
—¿Adrián? —pregunté en voz baja.
Silencio.
Me asomé apenas, esperando encontrarlo vistiéndose o acomodando algo, pero la habitación estaba vacía.
Fruncí el ceño. ¿Dónde se había metido?
Di unos pasos hacia la sala, y fue ahí cuando lo vi: sobre la mesa de centro, una pequeña nota doblada a la mitad, con mi nombre escrito a mano.
La tomé y la abrí.
“Te espero en el restaurante.
No tardes, por favor.
—A.”
Sonreí.
No sé por qué, pero ese detalle me pareció adorable. No un mensaje de texto, ni una llamada, sino una nota escrita, sencilla, casi antigua,
Tomé mi cartera y la llave, y bajé por el ascensor con el corazón latiendo fuerte.
Mientras las puertas se cerraban, me miré en el reflejo del metal pulido.
Sonreía sin poder evitarlo.
Cuando llegué al restaurante, el ambiente era cálido. Las luces suaves, la música de fondo apenas perceptible, el murmullo de las conversaciones ajenas llenando el aire. Busqué con la mirada, y lo vi.
Sentado en una mesa junto a una de las ventanas, vestido con una camisa negra y las mangas arremangadas, como si ni él mismo pudiera soportar la formalidad del lugar.
Tenía los dedos entrelazados sobre la mesa, y la mirada distraída, nerviosa.
Por un momento me quedé quieta, observándolo.
No lo había visto así antes: vulnerable, expectante, como si algo le palpitara en el pecho con la misma fuerza que a mí.
Me acerqué despacio.
Cuando me vio, su expresión cambió por completo. Sonrió, y esa sonrisa bastó para hacerme olvidar todos los nervios.
—Llegaste —dijo, levantándose enseguida para ayudarme con la silla.
—No podía dejarte esperando —respondí, intentando sonar natural.
Su mano rozó la mía al acercar la silla y sentí el contacto como una descarga leve. Me senté, y él hizo lo mismo, mirándome de una manera que me hizo desviar la vista, solo para no derretirme en el acto.
—Estás preciosa —dijo, casi en un susurro.
—Gracias. Vos también estás… diferente.
—¿Diferente bien o diferente mal?
—Definitivamente bien —reí, y él sonrió, aliviado.
La cena empezó tranquila.
Hablamos de cosas simples, del viaje, del proyecto, del clima cambiante de Londres. Pero entre cada frase se colaban miradas, silencios, roces de dedos sobre la mesa.
Adrián me observaba con una mezcla de ternura y deseo que me desarmaba.
Había algo en él esa noche, una serenidad contenida, como si supiera algo que yo todavía no.
Después del plato principal, cuando ya pensaba que la velada no podía ser más agradable, él sonrió con ese gesto enigmático suyo.
—Espero que tengas un poquito de espacio para el postre.
—Siempre hay espacio para el postre —contesté, sin imaginar lo que estaba por venir.
Asintió, satisfecho.
—Perfecto, porque ya lo pedí.
Alcé una ceja.
—¿Sin consultarme?
—Confío en que te va a gustar. —Esa sonrisa suya, segura y traviesa, me dejó sin argumentos.
Minutos después, el mozo se acercó con un plato pequeño, decorado con tanto cuidado que parecía una obra de arte.
Era una porción de torta de dulce de leche con un baño brillante y, sobre el plato, escrito con salsa de chocolate, unas palabras que me dejaron completamente sin aire:
“¿Querés ser mi novia?”
Por un momento, no pude reaccionar.
Me quedé mirando el plato, con el corazón latiéndome tan fuerte que lo sentía en los oídos.
Cuando levanté la vista, Adrián me observaba con una mezcla de nerviosismo y ternura.
—Adrián… esto —susurré, incapaz de decir algo más.
Él respiró hondo, se inclinó hacia adelante y me tomó la mano.
—Camila —dijo, y su voz tembló apenas—, no puedo seguir haciendo de cuenta que no pasa nada. No puedo seguir viéndote, compartiendo mis días con vos, sin que seas mía, sin que yo sea tuyo.
Hizo una pausa, buscando mis ojos—. Se mi novia, por favor.
Sentí cómo el aire se me escapaba del pecho.
No por sorpresa, sino por la intensidad con la que lo dijo.
Era una súplica, pero también una promesa.
Me quedé mirándolo, intentando asimilar todo.
Cómo había planeado cada detalle, cómo había esperado el momento justo, cómo me estaba abriendo su corazón sin máscaras.
Y entonces lo entendí: no había nada que pensar.
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Editado: 12.10.2025