Despertar junto a Adrián se volvió una costumbre más rápida de lo que imaginé.
Esa primera mañana después de la cena, abrí los ojos con la luz filtrándose por la cortina y lo primero que vi fue su rostro. Dormía tranquilo, con una expresión tan serena que me hizo sonreír. Tenía un brazo aún sobre mi cintura y el pecho subía y bajaba despacio, rozándome la espalda.
Por un momento me quedé ahí, quieta, observándolo, intentando grabar la escena en mi memoria. No pensé que algo tan simple pudiera hacerme sentir tan completa.
Los días siguientes pasaron casi sin darnos cuenta.
El trabajo nos absorbió por completo: reuniones con los clientes, presentaciones, revisiones de documentos, correos, pruebas y más pruebas. Cada jornada terminaba con los dos agotados, apenas con fuerzas para hablar. Pero incluso en medio del cansancio, había algo que se mantenía constante: las noches.
Siempre terminábamos juntos.
A veces, después de cenar algo rápido en el hotel, subíamos directamente a la habitación y caíamos rendidos en la cama. No hacía falta hablar; bastaba con sentir su mano buscando la mía antes de dormir.
Y cada mañana, el mismo ritual: despertarme entre sus brazos, con su respiración tibia sobre mi cuello, y ese pequeño beso en la frente antes de levantarnos.
Era, sin duda, mi momento favorito del día.
Pasaron cuatro días así, casi como un reloj: trabajo, reuniones, risas cortas en los pasillos, noches compartidas y despertares tranquilos. Y entonces llegó la noticia de que algunos equipos tardarían más en llegar. El viaje se extendería una semana más.
Lejos de preocuparme, sentí un extraño alivio. No estaba lista para volver todavía. No quería separarme de él tan pronto.
Esa semana extra se convirtió en un regalo.
Los compromisos se redujeron y, por primera vez desde que llegamos, tuvimos un día completamente libre.
Adrián fue quien lo propuso:
—Nada de correos, nada de trabajo, nada de llamadas. Hoy solo nosotros.
Acepté encantada.
Nos vestimos sin apuro, bajamos a desayunar y luego salimos a caminar por las calles de Londres. No era un día soleado, pero el cielo gris tenía un encanto propio, como si la ciudad entera nos abrazara con su calma.
Paramos en una cafetería pequeña, pedimos café y croissants, y nos reímos de cualquier cosa. Adrián estaba más relajado que nunca, con ese humor suyo que a veces roza lo sarcástico pero siempre termina haciéndome sonreír.
Después caminamos por el centro, sacamos fotos, entramos en tiendas sin intención de comprar nada y, en algún momento, terminamos almorzando en un restaurante frente al río.
Me gustaba verlo así, tan natural, sin la presión del trabajo. Había momentos en que me tomaba de la mano sin decir nada, solo porque sí, y eso me bastaba.
Era tan simple y tan perfecto que, por momentos, me asustaba lo rápido que todo estaba avanzando.
Mientras caminábamos hacia una plaza cercana, decidí romper el silencio.
—¿Pensaste qué vamos a hacer cuando volvamos? —pregunté, con una mezcla de curiosidad y miedo.
Adrián se detuvo, giró hacia mí y me miró con calma.
—¿En qué sentido?
—En todo… —dije bajando la mirada—. Qué van a decir los demás, cómo vamos a manejarlo en la oficina, esas cosas.
Se quedó pensativo unos segundos antes de responder.
—No quiero que eso te preocupe ahora —dijo al fin, con voz firme pero suave—. Ya veremos cómo lo manejamos. No pienso esconder lo que siento, pero tampoco quiero que te sientas incómoda.
—No me incomoda —admití—, solo… me da miedo que las cosas cambien.
Él sonrió.
—Las cosas ya cambiaron, Cami. Para mí, al menos. Y te soy sincero, no veo un futuro en el que no estés.
Lo miré sorprendida, con el corazón acelerado.
—¿Tan así? —pregunté, medio en broma, medio en serio.
—Tan así —respondió sin dudar—. Lo que venga, como venga. No necesito más que saber que estás conmigo. Todo lo que puedas y quieras darme, lo voy a aceptar con gusto.
Sus palabras me dejaron sin voz.
Nos sentamos en un banco de la plaza, rodeados de árboles y el ruido lejano de la ciudad. Un grupo de niños jugaba cerca, y una pareja mayor paseaba tomada de la mano. Me apoyé en su hombro y él me pasó un brazo por detrás, acercándome más.
—¿Sabés? —dije después de un rato—. Si me hubieras dicho hace un mes que iba a estar en Londres, sentada en una plaza con mi jefe, hablando de futuro, te habría dicho que estabas loco.
Él rió.
—Y sin embargo, acá estamos.
—Acá estamos —repetí, sonriendo.
Nos quedamos así, sin hablar más, mirando cómo caía la tarde. El cielo empezó a teñirse de tonos rosados, y una brisa fresca nos envolvió. Adrián me tomó la mano y la apretó con suavidad.
No hubo promesas exageradas ni grandes declaraciones. Solo ese silencio cómodo, esa paz que se siente cuando estás justo donde querés estar.
Y en ese instante lo supe: no importaba lo que pasara después.
No importaba si al volver todo se complicaba, si el mundo se enteraba o si el tiempo cambiaba las cosas.
Porque, por primera vez, el presente bastaba.
Él estaba ahí.
Y yo también.
Juntos.
#1276 en Novela romántica
#369 en Otros
#167 en Humor
errores, amor y segundas oportunidades, romance de oficina divertido
Editado: 12.10.2025