Correo equivocado, corazón correcto.

Capítulo 28

La última semana fue, sin exagerar, un verdadero éxito.
Todo el trabajo que parecía interminable, los informes, las pruebas, las reuniones y las llamadas, por fin llegaron a su punto final. Todo cerró perfectamente, mejor de lo que cualquiera habría esperado. Los clientes quedaron encantados, la empresa consiguió el acuerdo que tanto buscábamos y Adrián… bueno, Adrián no dejó de sorprenderme.

Pero si tuviera que elegir el mejor recuerdo de esa semana, no sería una reunión, ni un resultado, ni un contrato firmado.
Serían las noches.
Dormir a su lado, sentir su respiración tranquila a mi espalda, su brazo buscándome en medio del sueño.
Y las mañanas.
Despertar con su sonrisa, con ese “buen día, mi amor” susurrado entre risas.

Me acostumbré demasiado rápido a eso.
A su presencia constante, a su manera de cuidarme sin decirlo, a los besos que empezaron siendo tímidos y terminaron siendo inevitables.
No fueron muchos, pero cada uno tuvo ese algo que deja huella.
Y sus caricias… eran de esas que no piden nada, solo expresan. Que bastan para sentirte querida.

El viaje de regreso se sintió eterno.
Londres fue quedando atrás, envuelto en esa bruma fría que siempre parece despedir a los que se van. El avión estaba silencioso; muchos dormían, otros miraban por la ventana. Adrián y yo compartíamos el mismo asiento, y aunque intenté dormir, terminé apoyando la cabeza en su hombro. Él entrelazó sus dedos con los míos y así pasamos gran parte del vuelo, en un silencio que no necesitaba explicación.

Cuando aterrizamos, una mezcla de alivio y nostalgia me invadió. Era bueno volver, pero… también dolía saber que todo lo que habíamos vivido allá quedaría como un recuerdo.
Sin embargo, él no tardó en romper ese pensamiento.
—Te llevo a casa —dijo con esa voz decidida que no acepta negativas.

No discutí.
El viaje en auto fue tranquilo, el sol caía y las calles parecían extrañamente familiares después de tantos días fuera.
—Fue un buen viaje —dije mirando por la ventana.
—El mejor —respondió él sin dudar.
—No solo por el trabajo, ¿verdad? —pregunté sonriendo.
—Definitivamente no —contestó, y me miró de esa forma que me derrite por dentro.

Charlamos de todo un poco: de lo que aprendimos, de lo que vendría al volver, de lo difícil que sería adaptarnos de nuevo al ritmo de la oficina. Y, en el fondo, los dos sabíamos que estábamos evitando el tema principal: que íbamos a separarnos por primera vez en días.

Cuando el auto se detuvo frente a mi edificio, no quise bajar enseguida.
—Llegamos —dijo Adrián, con una sonrisa suave.
—Sí… —asentí, sin saber muy bien qué hacer con las manos.
Él me miró unos segundos y luego se inclinó hacia mí, rozándome los labios con un beso corto, lento, de esos que parecen decir más que cualquier palabra.
—Nos vemos el lunes —murmuró.
—Claro que sí, nos vemos el lunes, amor.

La palabra se me escapó sin pensarlo.
Y en cuanto la dije, sentí cómo el calor subía por mi cuello.
Pero la sonrisa que apareció en su rostro me hizo entender que no había metido la pata, todo lo contrario.
Le encantó.

Adrián se inclinó de nuevo, me abrazó fuerte, y con un suspiro que me estremeció, me dijo al oído:
—Te quiero un montón, Cami.

No supe qué decir.
Solo asentí, con una sonrisa que se mezclaba con las ganas de no bajarme nunca.
Me dio otro beso corto, uno más, y me dejó ir.

Subí a mi departamento sintiendo el corazón tan liviano como si flotara.
Abrí la puerta, encendí las luces y me encontré con el silencio.
El mismo silencio de siempre, pero por primera vez… dolía.
Dejé la valija junto al sofá y miré alrededor. Todo estaba igual, pero yo no.

Fui hasta mi habitación, me senté en la cama y por un instante deseé que él estuviera ahí. Que su voz llenara el espacio, que su risa rompiera el silencio, que sus brazos me buscaran como cada noche en Londres.
Y entendí que esa era la parte difícil de enamorarse: acostumbrarte a tener a alguien tan cerca… para luego tener que dormir sin él.

Me acosté despacio, abrazando una de las almohadas.
Olía a mí, pero yo solo podía pensar en el olor de su piel, en el calor de su cuerpo junto al mío.
Sonreí.
Porque, aunque doliera un poco, había una certeza que me acompañaba: ya no estaba sola.

Cerré los ojos y, justo antes de dormirme, me encontré pensando en lo mismo que él seguramente pensaba en ese momento, allá en su casa:
qué difícil va a ser dormir sin vos.




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