Correo equivocado, corazón correcto.

Capítulo 29

El fin de semana se me hizo eterno. No sé cómo algo tan simple como dormir sola podía sentirse tan vacío, tan incómodo, tan… triste.

El sábado llegué a casa todavía con el cansancio del viaje, pero también con una extraña sensación de nostalgia que me apretaba el pecho. Dejé la maleta a un costado del sofá y observé el departamento como si lo viera por primera vez: silencioso, ordenado, casi demasiado perfecto. Un lugar que hasta hacía unas semanas me parecía acogedor, y ahora… se sentía hueco.

Cené cualquier cosa. Ni siquiera recuerdo qué. Tal vez unas galletas o algo rápido, solo por no dejar el estómago vacío. Luego me duché y, mientras el agua caliente corría por mi espalda, no pude evitar pensar en Adrian. En cómo era compartir la rutina con él, en cómo cada noche durante la última semana había terminado con su abrazo, su voz diciéndome “buenas noches, mi amor” y el calor de su cuerpo envolviéndome.

Me acostumbré. Sin querer, me acostumbré a eso.

Cuando me metí en la cama, sentí el frío de las sábanas y me giré varias veces tratando de encontrar una postura cómoda. Cerré los ojos, pero en mi cabeza solo había imágenes suyas: su sonrisa al despertar, el sonido de su risa cuando me veía medio dormida, la forma en que me acomodaba el cabello con tanta naturalidad, como si mis mañanas también fueran suyas.

Tomé el celular. “¿Estás despierta?”, leí un mensaje suyo.

Sonreí.
“Sí. No puedo dormir.”

Tardó solo unos segundos en responder.
“Yo tampoco.”

Estuvimos un rato chateando, nada fuera de lo común: un poco sobre el trabajo, un poco sobre la semana siguiente. Pero entre cada palabra había algo no dicho, una especie de vacío que los mensajes no podían llenar.

Aun así, me dormí con el teléfono en la mano y una sonrisa triste en el rostro, pero el sueño solo me duró dos horas.

El domingo fue igual, solo que peor.
No dormi nada, hice café, traté de distraerme viendo una serie, pero cada escena me recordaba a él. Al mediodía cociné algo, comí sin hambre, y por la tarde terminé revisando fotos del viaje: los paisajes, las reuniones, los momentos entre descansos… y luego las fotos que nos tomamos juntos.

Había una en particular, en la que él me tenía abrazada y ambos sonreíamos. Esa imagen me mató. Parecíamos tan felices, tan naturalmente conectados.

Esa noche, al acostarme, fue igual de difícil. Intenté dormir con una de sus camisetas que aún tenía en mi maleta, solo por sentir su olor, pero en lugar de consolarme me dolió más.

No le conté eso, por supuesto. No quería parecer una idiota completamente dependiente. Nos escribimos de nuevo, y hablamos un rato, pero no le dije lo mal que lo estaba pasando. Fingí que todo estaba bien, que solo estaba cansada.

Cuando llegó el lunes, tenía las ojeras más marcadas que recordaba en mucho tiempo. Me miré al espejo y casi me reí de mí misma: cabello desordenado, piel pálida, cara de zombie. “Perfecta para volver a la oficina”, murmuré con ironía.

Tomé un café cargado, me arreglé lo mejor que pude y salí rumbo al trabajo. En el camino, el corazón me latía rápido. Iba a verlo otra vez.

Al entrar, Fernanda fue la primera en notarlo.
—¡Dios, Camila! —dijo apenas me vio—. ¿Qué te pasó? Parecés agotada, el viaje te hizo mal.
—No dormí muy bien estos días, pero estoy bien —mentí con una sonrisa floja.

Me miró con esa expresión mezcla de amiga preocupada y curiosidad típica.
—Bueno, ojalá te recuperes pronto. —me guiñó un ojo, como si sospechara algo más—. Aunque el viaje les fue de maravilla, ¿no?

No respondí. Solo asentí y seguí hasta mi escritorio.

Al llegar, vi que Adrian ya estaba en su oficina. Me miró apenas crucé el pasillo. Esa mirada… era como si me estuviera leyendo el alma. Frunció el ceño al verme, seguramente notó mi aspecto, y eso me hizo sentir una punzada de vergüenza.

Intenté concentrarme en mis tareas, pero las letras y los números bailaban frente a mí. No podía pensar con claridad. La falta de sueño, el peso de los recuerdos, la sensación constante de querer tenerlo cerca… todo me pasaba factura.

Pasó una hora, quizás un poco más, y mi teléfono de escritorio sonó.
—Camila, ven un momento, por favor —era su voz, seria pero suave.

Me levanté, tomé una carpeta al azar solo para justificar la caminata y fui hasta su oficina. Cerré la puerta detrás de mí.

Él estaba sentado frente a su computadora, pero al verme se recostó en la silla y me observó en silencio unos segundos.
—¿Qué te pasa? —preguntó finalmente—. Te ves cansada, o agotada. No dijiste nada, y pensé que estabas bien.

Quise responder con algo neutral, algo profesional, pero el simple tono de su voz me quebró. Todo lo que había estado conteniendo desde el sábado explotó de golpe.

—Es que… —suspiré, sentándome frente a él— estoy cansada, Adrian. Cansada de no dormir, de dar vueltas en la cama, de buscarte con la mano y no encontrarte. —mi voz temblaba, pero no pude detenerme—. Dormir sola fue una tortura. No me gustó, no… no puedo fingir que está todo bien cuando no lo está.

Él abrió un poco los ojos, sorprendido.
—Camila…

Pero ya era tarde para detenerme.

—Te extraño —dije rápido, atropellando las palabras—. Te extraño demasiado. No dormí nada en todo el fin de semana. Me acostumbré a sentirte al lado, a despertarme con vos. Y cuando no estabas… —tragué saliva, mis ojos ardían— no sabía qué hacer conmigo misma. Sentía el silencio del departamento como si me gritara. Buscaba tu caricia, tus besos… —me llevé una mano a la boca, dándome cuenta de lo que acababa de decir.

Silencio.
Me quedé helada. Lo miré.

Adrian me observaba con los labios entreabiertos, una mezcla de asombro y ternura en la mirada, como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar. Yo seguía con la mano cubriéndome la boca, deseando retroceder el tiempo un par de minutos, pero también sabiendo que, aunque me arrepintiera, ya estaba dicho.




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