Era la primera vez que pisaba su departamento y, por alguna razón, no sentí esa incomodidad que suele aparecer en los espacios nuevos. Todo era amplio, luminoso, ordenado, como si cada cosa tuviera su lugar exacto, como él. Pero, aun así, había calidez, una sensación de hogar que me envolvió desde el primer paso.
Cenamos en silencio la mayor parte del tiempo. No era un silencio tenso, sino uno tranquilo, cómodo. Ese tipo de silencio que solo existe cuando dos personas ya se entienden sin hablar demasiado. Lo miraba a veces, y él me devolvía la mirada con una sonrisa pequeña, apenas curvada, como si disfrutara solo de verme ahí, frente a él.
Me preguntó si me gustaba la comida, y le respondí que sí. Él sonrió sin decir nada más, y ese gesto bastó para que mi pecho se llenara de una calidez absurda.
Cuando terminamos, se levantó y extendió su mano hacia mí.
—Ven —me dijo, con esa voz baja y segura que siempre me desarma—. Quiero mostrarte algo.
No lo pensé. Tomé su mano sin dudar, y sentí el contacto firme de sus dedos rodeando los míos. Me llevó por el departamento, mostrándome cada rincón con una paciencia casi tierna. Me detuve en la sala principal, donde unos ventanales enormes dejaban entrar la luz suave de la noche. Las luces de la ciudad parecían flotar, y por un momento me quedé absorta mirando hacia afuera.
Pasamos al estudio, repleto de libros alineados perfectamente. “No sabía que te gustaban las plantas”, le dije al ver una pequeña higuera junto a la ventana. Él me respondió, sin mirarme, que le ayudaban a no olvidar que hay cosas que crecen si se las cuida.
Esa frase se me quedó grabada. No sé si hablaba solo de las plantas o también de nosotros.
Seguimos caminando hasta el final del pasillo. Abrió una puerta y me dijo que era el último lugar.
Su habitación.
Era amplia, con tonos neutros, cálidos, muy de él. La cama grande, la lámpara de luz tenue, el aire tranquilo. No era una habitación fría como imaginé; al contrario, tenía esa armonía que da paz solo con estar ahí.
—Es muy acogedora —alcancé a decir, todavía recorriéndola con la mirada.
Y entonces lo sentí. Adrián se acercó despacio, sin decir una palabra. Noté su respiración cerca, el calor de su cuerpo detrás del mío. Me rodeó con los brazos y apoyó el mentón sobre mi hombro. Mi corazón se detuvo por un segundo.
—Es lo bastante grande para los dos —susurró.
Su voz fue un golpe suave que me recorrió entera. Giré apenas el rostro, lo suficiente para sentir su aliento rozando mi mejilla. Y, sin embargo, no me moví. No quise. Me quedé quieta, como si mis propios nervios se hubieran rendido.
Me giró lentamente hasta quedar frente a él. La mirada de Adrián me sostuvo con una intensidad que me dejó sin aire. No era solo deseo, era algo más profundo, más seguro.
—Sé que esto puede sonar apresurado —dijo con calma—, pero estoy bastante seguro de lo que siento… y de lo que quiero.
Yo no podía hablar. Mi mente se había quedado en blanco, solo escuchando, sintiendo.
—Quiero verte bien, Cami —continuó, rozando mis manos con las suyas—. Quiero poder cuidarte, estar contigo. Quiero que despiertes a mi lado cada día y que, cuando el mundo te canse, tengas este lugar para descansar. Quiero que esto sea tu refugio, el nuestro.
Mi pecho se apretó. Todo lo que había intentado disimular durante esos días —la frustración de no tenerlo cerca, las noches en vela, la tristeza absurda de mi departamento vacío— se mezcló con la ternura de escucharlo hablar así.
—¿Quisieras venir a vivir acá conmigo? —preguntó por fin.
Me quedé callada. No porque dudara, sino porque necesitaba respirar antes de responder. Lo miré fijamente, tratando de grabar en mi memoria ese momento, su expresión, su voz.
Y entonces, sin pensarlo más, dije:
—Sé que esto puede parecer apresurado, pero no quiero pensar en lo que sería correcto. Quiero dejarme llevar por lo que siento. Y lo que siento ahora es que no quiero seguir durmiendo sin vos, que no quiero que mi casa se sienta vacía, que te extraño demasiado cuando no estás. Así que sí, Adrián, acepto venir a vivir contigo.
Vi cómo sus ojos se llenaban de luz, y en un segundo me alzó en un abrazo que me arrancó una risa entre lágrimas. Sentí su alegría en el cuerpo, en el modo en que me apretó contra él, en el beso rápido que me dio después.
—No sabés lo feliz que me hacés —susurró contra mis labios antes de besarme de nuevo, con más calma.
Ese beso fue distinto. No había prisa ni tensión, solo una ternura que me envolvió por completo. Era como si por fin hubiéramos encontrado el ritmo exacto del otro.
Cuando nos separamos, él me acarició la cara, limpiando con el pulgar una lágrima que no sabía que tenía.
—Quédate esta noche conmigo —me pidió.
Lo miré y sonreí.
—Me encantaría… pero todas mis cosas están en mi casa.
Él frunció el ceño apenas un segundo, y enseguida asintió.
—Entonces te llevo yo. Pero esta noche no pienso dejarte sola.
No pude evitar reír.
—¿Tan decidido estás?
—Más de lo que imaginás —contestó con esa sonrisa tranquila que me desarma.
Lo vi moverse por el cuarto buscando un bolso. Guardó algunas mudas de ropa, una camisa, su cepillo. Todo con la naturalidad de quien ya sabe que no hay vuelta atrás. Lo observaba y me costaba creer que todo eso era real. Que ese hombre, tan seguro, tan cálido, quería compartir su vida conmigo así, sin condiciones.
Salimos del departamento cerca de las once. El aire de la noche era fresco y, por primera vez en mucho tiempo, no sentí frío. Caminamos de la mano hasta el auto. No hablamos mucho, solo íbamos mirándonos de reojo, sonriendo de vez en cuando, como si el silencio entre nosotros dijera más que cualquier palabra.
El camino hasta mi casa se hizo corto. Cuando llegamos, me reí un poco nerviosa.
—No pensaba que terminarías conociendo mi lugar tan pronto.
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Editado: 12.10.2025