Desperté con una sensación distinta, ligera, como si por fin hubiera descansado después de siglos sin hacerlo. Lo primero que vi fue su rostro, a pocos centímetros del mío. Dormía aún, tranquilo, con ese aire sereno que me derrite. Tenía el brazo extendido sobre mi cintura, como si el cuerpo le recordara inconscientemente que estoy ahí, que no me mueva.
Me quedé observándolo unos segundos, grabando cada detalle: la curva de su sonrisa dormida, la respiración pausada, el leve desorden del cabello. Se veía tan en paz que me costó creer que ese hombre, tan seguro y decidido en todo lo demás, podía tener ese costado suave que solo me mostraba a mí.
Me moví apenas, buscando no despertarlo, pero él reaccionó de inmediato, apretándome un poco más contra su pecho.
—No te muevas todavía —murmuró, con la voz ronca del sueño—. Todavía no quiero dejarte ir.
Sonreí sin poder evitarlo.
—Tengo que levantarme —dije en voz baja, aunque sin mucho convencimiento.
—No —repitió, hundiendo la cara en mi cuello—. Por lo menos cinco minutos más.
Cinco minutos más se convirtieron en veinte.
Nos quedamos así, en silencio, sintiendo la respiración del otro, dejando que la mañana avanzara lentamente sin prisa. Por primera vez en mucho tiempo, no había pensamientos corriendo en mi cabeza. No había ansiedad, ni trabajo, ni responsabilidades que pesaran más que ese momento.
Cuando por fin me animé a levantarme, Adrián ya estaba despierto, recostado de lado y mirándome con esa expresión que me hacía sentir descubierta.
—¿Dormiste bien? —preguntó.
—Como hace mucho no dormía —respondí sonriendo.
—Me alegra… porque quiero que te acostumbres —dijo, y me lanzó esa sonrisa tranquila que me desarma.
Me reí, todavía un poco dormida.
—¿A qué?
—A despertar conmigo.
No supe qué decir. Me limité a asentir, intentando disimular la sonrisa que se me escapaba sola.
Nos levantamos, y mientras yo me duchaba, él preparó café. Cuando salí, el aroma me golpeó con fuerza. Tenía la mesa lista: dos tazas, tostadas, frutas y algo de queso.
—No es gran cosa, pero promete mejorar —bromeó.
—Si tiene café, ya es perfecto —le respondí, sentándome frente a él.
Desayunamos entre risas suaves y miradas largas. No hacía falta mucho para sentir esa complicidad nueva que se estaba formando entre nosotros, una mezcla de intimidad y emoción que me hacía querer quedarme ahí, suspendida en ese instante.
En un momento, mientras terminábamos, él dejó la taza sobre la mesa y me miró con seriedad.
—Estuve pensando… —dijo, y eso bastó para que mi corazón se acelerara un poco—. Hoy mismo puedo encargarme de contratar a alguien que te ayude con la mudanza. Si todo sale bien, para la noche ya tendrás tus cosas en nuestro departamento.
Lo miré, sorprendida.
—¿Tan pronto?
—¿Por qué esperar? —respondió con naturalidad—. No tiene sentido. Quiero que esto empiece ahora, sin pausas.
Sonreí, un poco abrumada, pero feliz.
—Está bien. Acepto tu ayuda.
Adrián se acercó, me dio un beso corto y rozó mi frente con los labios.
—Perfecto. Entonces, después del trabajo, todo va a estar listo.
El trabajo.
Había olvidado por completo que debíamos volver a la oficina.
Nos preparamos juntos, con esa torpeza tierna de dos personas que recién empiezan a compartir rutinas. Cuando estuvimos listos, bajamos juntos al auto.
Durante el trayecto, la realidad me golpeó poco a poco: íbamos a llegar juntos a la oficina. Y, aunque a mí me parecía algo natural, no podía ignorar lo que eso implicaba para los demás. Adrián no era cualquier compañero. Era mi jefe.
Él conducía tranquilo, como si nada lo preocupara.
—¿Estás nerviosa? —preguntó, sin apartar la vista del camino.
—Un poco —admití—. No sé cómo van a reaccionar los demás.
—No me importa cómo reaccionen —dijo simplemente—. Lo importante es que vos estés tranquila.
Quise decirle que eso era imposible, que mi cabeza no dejaba de imaginar todos los comentarios, las miradas, los juicios. Pero me contuve. Me limité a asentir, intentando convencerme de que él tenía razón.
Cuando llegamos al edificio, respiré hondo antes de bajar. Intenté mantener cierta distancia mientras caminábamos al interior, solo por precaución. No quería que nadie malinterpretara las cosas o que eso le causara algún problema. Pero apenas di unos pasos más adelante, lo escuché.
—Mi amor, esperá un segundo.
Me congelé. Literalmente.
Sentí que el aire se me quedaba en el pecho. Por un momento creí que lo había imaginado. Pero no… lo había dicho en voz alta, con total naturalidad. Varias cabezas se giraron.
Me volví despacio, con el corazón desbocado.
Adrián venía caminando hacia mí, con una sonrisa tranquila. Se detuvo justo frente a mí, y, sin importarle el entorno, me acarició el rostro con una suavidad que me desarmó.
Su mirada era tan firme que nadie en ese pasillo se atrevió a decir palabra.
—No te pienso ocultar, Camila —dijo, en un tono que solo yo podía oír, pero lo bastante seguro para que el mundo lo sintiera—. Te amo demasiado para hacerlo. No te escondas de mí. Podemos con esto, ¿está bien?
No supe qué responder. Tenía la garganta apretada y los ojos ardiendo. Solo asentí, con un pequeño movimiento. Él me sonrió, me dio un beso rápido en la frente y caminó hacia el ascensor.
Yo me quedé ahí unos segundos, tratando de procesar todo. Sentía las miradas alrededor, los murmullos, pero por primera vez en mucho tiempo no me importó. Adrián acababa de poner en palabras algo que yo había deseado en silencio: no ser un secreto.
Subí al ascensor con él, todavía con la sensación de su mano en mi mejilla, y llegué a mi escritorio intentando parecer concentrada. Pero el corazón me latía tan fuerte que apenas podía sostener el bolígrafo.
A los pocos minutos vi a Fernanda venir casi corriendo hacia mí, con los ojos enormes y una mezcla de emoción y sorpresa en el rostro.
—¡No puede ser! —exclamó en cuanto llegó—. ¿Es cierto lo que escuché? ¿Estás saliendo con el jefe?
#1276 en Novela romántica
#369 en Otros
#167 en Humor
errores, amor y segundas oportunidades, romance de oficina divertido
Editado: 12.10.2025