Correo equivocado, corazón correcto.

Capítulo 32

Nunca imaginé que algo tan simple como una mudanza pudiera remover tantas emociones dentro de mí. Siempre creí que mudarse era una cuestión práctica: cajas, ropa, objetos personales, un nuevo espacio al que acostumbrarse. Pero esta vez era distinto. No estaba solo cambiando de lugar… estaba eligiendo una vida junto a alguien. Estaba eligiendo a Adrián.

Cuando llegamos al departamento esa noche, ya habían traído todo. Había contratado a un pequeño equipo para ayudar con las cajas, y la verdad es que todo fue tan rápido que apenas tuve tiempo de procesarlo. En menos de lo que imaginé, mi ropa ya ocupaba la mitad de su armario, mis libros estaban apilados en un rincón del living y el aroma a mi perfume comenzaba a mezclarse con el suyo en el aire.

El departamento era amplio, moderno y perfectamente ordenado, muy al estilo de Adrián. Grandes ventanales dejaban entrar la luz de la tarde, bañando el espacio con ese tono dorado que hace que todo se vea más cálido. Las paredes claras, el sofá gris, las estanterías llenas de libros y el suave olor a madera recién lustrada hacían que el lugar se sintiera acogedor.
Pero lo que realmente lo hacía sentir como un hogar no era el mobiliario. Era él.

Adrián caminaba detrás de mí, con las manos en los bolsillos y esa sonrisa tranquila que parecía no borrarse nunca. Cada tanto me preguntaba si me gustaba algo, si quería cambiar la disposición de los muebles, si necesitaba un espacio especial para mis cosas. Lo decía con una naturalidad tan dulce que era imposible no sentirme cómoda.

—Podés poner tus cosas donde quieras —dijo en un momento, mientras me ayudaba a subir una caja al dormitorio—. Todo este espacio es tuyo también.

No supe qué responder. Me quedé mirándolo un segundo, con el corazón latiendo de esa forma extraña y cálida que me hacía temblar las manos. Era la primera vez que alguien me decía algo así con tanta convicción. No “podés quedarte cuando quieras” o “hacé de cuenta que es tu casa”. No. Él lo decía como una verdad absoluta: “Es tuyo también”.

Pasé un rato acomodando mi ropa en el placard mientras él revisaba algunos correos en su portátil, sentado en la cama. El silencio no era incómodo. Al contrario, era una de esas pausas tranquilas donde el simple hecho de estar juntos bastaba. Cada vez que levantaba la vista y lo veía ahí, inclinado sobre el teclado, sentía una paz que no recordaba haber sentido antes.

Cuando terminé, me senté a su lado. Él cerró la computadora y me pasó un brazo por los hombros, atrayéndome hacia sí.

—¿Cómo te sentís? —preguntó con esa voz baja que siempre me derrite.
—Extrañamente… bien —respondí con una sonrisa—. Siento que fue todo muy rápido, pero no me asusta.
—A mí tampoco —contestó, acariciándome el cabello—. Creo que cuando algo se siente bien, no hace falta pensarlo demasiado.

Todo parecía tan común y al mismo tiempo tan distinto.

Cenamos algo sencillo, unos pollos fritos que pedimos para llevar. La mesa estaba desordenada, llena de cajas sin abrir, pero no me importó. Era nuestra primera cena viviendo juntos. Cada vez que Adrián me miraba, con esa mezcla de ternura y deseo en los ojos, sentía que el tiempo se detenía un poco.

—¿Te das cuenta de lo loco que fue todo esto? —le dije riendo mientras guardaba los restos de la comida.
—Loco, sí. Pero también perfecto —contestó él, acercándose por detrás.
Su respiración rozó mi cuello antes de que su voz se hiciera un susurro—: No pensé que iba a sentir esto tan pronto… pero me hace feliz.

Me quedé quieta, con las manos apoyadas sobre la mesada, y lo sentí abrazarme despacio. Su pecho contra mi espalda, sus brazos rodeándome con suavidad. Cerré los ojos y me dejé llevar por esa sensación. No había nada que pensar, nada que analizar. Era solo eso: la certeza de que ahí pertenecía.

La primera noche en el departamento —nuestro departamento— se sintió diferente a todo lo que había vivido antes. No era solo el cambio de espacio, ni las cajas aún apiladas en el pasillo, ni el eco suave de las paredes que todavía parecían extrañar el sonido de nuestras voces. Era algo más profundo. Era la sensación de saber que, por primera vez en mucho tiempo, no estaba sola.

Dormimos abrazados, con el ruido lejano de la ciudad filtrándose por la ventana abierta. Recuerdo la forma en que Adrián me sostuvo, como si quisiera asegurarse de que realmente estaba ahí, de que no era un sueño. Y tal vez lo entendía, porque yo sentía lo mismo. No podía creer que todo aquello fuera real, que después de tanto esperar, dudar y resistirme, mi vida me hubiera traído hasta él.

Cuando abrí los ojos a la mañana siguiente, lo primero que vi fue su perfil recostado sobre la almohada. El sol entraba por los ventanales, dibujando una línea dorada sobre su piel. Dormía tranquilo, con una mano sobre mi cintura, respirando despacio. Me quedé quieta, observándolo, intentando grabar ese instante en mi memoria. Había algo tan tierno, tan pacífico en esa imagen, que quise quedarme ahí para siempre.

Me moví apenas, y él abrió los ojos. Sonrió, de esa manera lenta y desarmante que siempre me descoloca.
—Buenos días, mi amor —murmuró con la voz aún ronca por el sueño.
—Buenos días —respondí, sintiendo que se me escapaba una sonrisa sin poder evitarlo.

Desayunamos juntos por primera vez en “nuestra cocina”. Yo preparé café mientras él hacía tostadas y revueltos de huevo.
—Definitivamente necesito aprender el mapa de esta cocina —dije riendo cuando abrí el cajón de los cubiertos y encontré trapos de cocina.

Todo se sentía natural, como si hubiéramos estado haciendo eso desde siempre. La convivencia no se sintió forzada; al contrario, fue como encajar dos piezas que finalmente se reconocen.

Después del desayuno, salimos juntos rumbo al trabajo. Íbamos en silencio, pero era ese silencio sereno que se disfruta. Cada tanto, él me tomaba la mano mientras conducía, y yo miraba por la ventana pensando en lo mucho que había cambiado mi vida en tan poco tiempo.




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