A veces pienso en todo lo que vivimos y me cuesta creer que haya pasado un año. Un año desde aquella primera noche en el departamento, desde los desayunos improvisados, las risas en la cocina, los viajes en auto rumbo a la oficina y las tardes de domingo entre libros y películas.
El tiempo, cuando estás bien, pasa de una manera distinta. No se siente como si se escurriera, sino como si se tejiera. Día tras día, momento tras momento, hasta que de pronto te das cuenta de que tenés una vida entera construida con alguien.
Ese “alguien”, para mí, siempre será Adrián.
No lo sabía esa primera noche, cuando aún me daba miedo usar la palabra “nosotros” con tanta certeza. Pero con el paso de los meses lo entendí: no era solo amor, era paz. Esa paz que llega cuando estás exactamente donde debés estar.
Nuestro aniversario cayó en un viernes. Él me dijo que reservase la noche, pero no quiso contarme nada más.
—Solo confía en mí, ¿sí? —me dijo esa mañana, con esa sonrisa que todavía me desarma.
—¿Eso es una orden o una invitación? —bromeé.
—Las dos cosas —contestó, y me guiñó un ojo.
Al llegar a casa, el departamento estaba a oscuras. Solo unas velas encendidas marcaban un pequeño camino hacia el balcón. El aire olía a jazmín y vainilla, mi mezcla favorita. Sobre la mesa, había una cena sencilla: pasta, vino, y un plato de fresas con chocolate.
Él estaba ahí, esperándome, sin traje ni formalidades. Solo Adrián, en jeans y camisa blanca, con el cabello un poco despeinado y esa mirada que siempre logra hacerme temblar un poco por dentro.
—No necesitabas hacer todo esto —le dije, emocionada.
—Sí, lo necesitaba —respondió, acercándose despacio—. Quería que recordaras esta noche como algo más que un aniversario.
Cenamos entre risas, brindamos por el año vivido y por los que vendrían. Me contó que había pensado en mil formas de sorprenderme, pero que ninguna le parecía tan nuestra como esa: sin gente, sin protocolos, solo él y yo.
Después de la cena, me tomó de la mano y me llevó al centro del balcón. La ciudad brillaba abajo, y el aire tibio de la noche nos envolvía.
Entonces lo vi: Adrián se arrodilló, y por un segundo sentí que el mundo se detenía.
—Camila —dijo, mirándome con esos ojos que parecían contener todas las palabras que no decía—. Hace un año, sin planearlo, te convertiste en mi hogar. En mi calma, en mi risa, en todo lo que no sabía que necesitaba.
Tragó saliva, nervioso. Sí, incluso él.
—No quiero pasar un solo día más sin saber que vamos a construir el resto de nuestras vidas juntos. ¿Te casarías conmigo?
Me quedé muda. No porque no lo esperara, sino porque nunca imaginé que me emocionaría tanto. Sentí las lágrimas correrme antes de poder responder.
—Sí —logré decir, con la voz quebrada—. Claro que sí, Adrián.
Él sonrió, se levantó y me abrazó tan fuerte que creí que me rompería. Después deslizó un anillo sencillo en mi dedo: una alianza fina de oro con un pequeño diamante, elegante y discreta, exactamente como yo hubiera elegido.
—No sabía si te gustaría —dijo, acariciando mi mano—. Pero quería que fuera algo que se sintiera como vos.
Y lo era. Era perfecto.
Esa noche, entre besos, risas y lágrimas, sellamos una promesa que ya existía desde hacía tiempo, solo que ahora tenía palabras, forma, y un futuro definido.
Los meses que siguieron pasaron volando. Apenas dijimos que sí, todo se volvió una mezcla de listas, ideas, pruebas de vestido, decoraciones y emociones.
Fernanda fue la primera en enterarse. Saltó de la emoción, literalmente.
—¡Al fin! —gritó cuando le mostré el anillo—. ¡Ya era hora! Pensé que este hombre iba a esperar otros diez años.
Luján, más tranquila, pero igual de feliz, me abrazó y dijo:
—Te lo merecés, Camila. Vas a ser una novia hermosa.
Desde ese día se convirtieron oficialmente en mi comité de organización. No había fin de semana sin café, revistas de boda, tableros de inspiración y risas interminables. Fernanda se encargó de los arreglos; una vez los elegimos no me dejo hacerme cargo.
Luján, en cambio, era la mente práctica: presupuestos, tiempos, invitaciones, todo lo que implicara organización.
Adrián se mantenía al margen, sonriendo cada vez que entraba al living y veía a las tres con telas, flores y muestras de colores por todas partes.
—No me atrevo a opinar —decía, divertido—. Aprendí que en territorio de novias y amigas, uno solo asiente y sonríe.
Cada noche, cuando el cansancio me ganaba, él me abrazaba y susurraba:
—Va a ser un día perfecto, vas a ver.
Y yo le creía.
Seis meses después, el gran día llegó.
Desperté con el corazón acelerado. El aire olía a flores, a perfume, a comienzo. Fernanda y Luján llegaron temprano, llenando el cuarto de risas y emoción. Cuando me ayudaron a ponerme el vestido, sentí un nudo en la garganta. No podía creer que ese día realmente había llegado.
Al verme en el espejo, Fernanda susurró:
—Adrián se va a desmayar.
Y Luján agregó:
—O va a olvidar cómo respirar.
Reí entre lágrimas.
La ceremonia fue íntima, rodeada de nuestras familias, amigos y algunas lágrimas que se escaparon sin permiso. Cuando caminé hacia él, todo se detuvo. Adrián me miraba como si el mundo entero se resumiera en mis pasos.
Tomó mis manos, y en voz baja me dijo:
—Gracias por elegirme, una y otra vez.
No recuerdo mucho de las palabras del juez ni del murmullo de la gente, pero sí recuerdo el beso. Ese beso que selló algo que ya era eterno antes de tener un papel que lo confirmara.
La celebración fue sencilla, elegante, y llena de amor. Hubo música, brindis, risas, y miradas que decían más que cualquier discurso. En un momento, mientras bailábamos, Adrián me susurró al oído:
—¿Recordás cuando todo esto era solo una posibilidad?
—Sí —respondí, sonriendo—. Y ahora es nuestra realidad.
#1276 en Novela romántica
#369 en Otros
#167 en Humor
errores, amor y segundas oportunidades, romance de oficina divertido
Editado: 12.10.2025