Había pasado poco más de tres meses desde la boda, y todavía me costaba acostumbrarme a decir “mi esposo”.
Cada vez que alguien me llamaba “señora”, instintivamente miraba hacia atrás buscando a otra persona. Adrián se reía cada vez que me pasaba.
—Te queda hermoso el título —me decía—. Señora de Duarte
—Suena a novela —bromeaba yo—. Falta que me hagas aparecer con bata de seda y café en mano.
—Puedo arreglar eso —respondía, guiñándome un ojo.
Todo iba bien. Nuestra vida de casados era tranquila, ordenada y feliz. Hasta que empezó eso.
Primero fueron los mareos. Después, el cansancio. Y luego, la sensación de que el mundo se me daba vuelta cada mañana. Pero como buena testaruda, decidí que era por estrés.
Entre el trabajo, los proyectos nuevos y la casa, estaba convencida de que solo necesitaba dormir más.
Esa mañana en particular en la oficina, estaba revisando unos informes cuando sentí un nudo en el estómago que me dejó sin aire. Me apoyé en el escritorio, intentando respirar, pero el sudor frío me empapó las manos. Fernanda, que estaba a unos metros, me vio ponerme blanca como una hoja.
—¡Camila! ¿Qué te pasa?
—Nada… solo… creo que no desayuné bien —intenté decir, aunque mi voz sonó tan débil que ni yo me creí.
—¡Nada, mis narices! —exclamó, corriendo hacia mí—. Estás pálida como un papel, vení, te llevo al hospital.
—No hace falta, seguro se me pasa —protesté, ya sabiendo que era inútil.
—Camila, no pienso dejar que te me desmayes acá y después me echen por negligencia —dijo, levantando mi bolso con autoridad—. ¡Vamos!
Y así fue como terminé en el asiento del acompañante, con Fernanda al volante manejando como si participara en una persecución policial.
—Fernanda, no estamos en Rápido y Furioso, bajá la velocidad —le dije con un hilo de voz.
—Si llego a perder a mi mejor amiga por un mareo mal atendido, Adrián me mata. ¡Y yo no quiero que mi jefe me mate!
Entre los bocinazos, mis náuseas y los rezos de Fernanda, llegamos al hospital.
Me atendieron rápido, quizás porque mi cara no prometía nada bueno. Me pusieron una tobillera de ingreso y el médico me hizo pasar al consultorio.
—Bueno, señora Camila de Duarte —dijo el doctor, mirando mi ficha—. Cuénteme qué sintió exactamente.
—Mareos, náuseas, cansancio… pero pienso que es estrés o falta de descanso.
El médico asintió, revisó algunos datos y luego sonrió con esa expresión misteriosa que usan los doctores cuando ya saben algo que vos no.
—Camila… ¿cuándo fue su última menstruación?
Lo miré, abrí la boca y… nada. Vacío total.
—Eh… creo que… bueno, fue… —empecé a tartamudear.
Él levantó una ceja.
—¿Hace cuánto exactamente?
—Tal vez… dos meses. O tres. O… bueno, no sé.
El médico soltó una pequeña risa.
—Creo que tengo una sospecha bastante clara. Vamos a hacer un análisis rápido, ¿le parece?
Veinte minutos después, volvió con una hoja en la mano y una sonrisa que no dejaba dudas.
—Felicitaciones, Camila. Está embarazada. De aproximadamente dos meses.
Lo miré sin procesar del todo.
—¿Qué? —pregunté, como si no hubiera escuchado bien.
—Embarazada —repitió, divertido—. Dos meses. Su bebé está en camino.
Me quedé callada, mirando al techo, tratando de que las palabras me hicieran sentido.
¿Embarazada? ¿Yo?
De pronto, todo encajó: los mareos, el sueño, los antojos raros de dulce a medianoche, y mi última “regla perdida entre excusas de trabajo”.
Me llevé las manos al rostro y empecé a reír y llorar al mismo tiempo.
—Dios mío… Adrián va a desmayarse —murmuré.
—Esperemos que lo haga después del parto —bromeó el médico, mientras anotaba algo en la hoja.
Luego agregó:
—Vamos a hacerle una ecografía para asegurarnos de que todo esté bien. ¿Le parece?
Entré a la sala con los nervios a flor de piel. Me acosté en la camilla y la enfermera encendió el monitor. El sonido del gel frío en mi vientre me hizo dar un pequeño salto.
—Tranquila, señora —dijo el médico, sonriendo—. Veamos a su bebé.
En cuestión de segundos, el monitor se llenó de imágenes. Y ahí lo vi. Una pequeña mancha latiendo, diminuta pero poderosa. El sonido de ese corazón fue lo más hermoso que escuché en mi vida. Me invadió una emoción indescriptible.
Pero entonces noté algo raro: la cara del médico cambió. Se acercó un poco más al monitor, frunció el ceño, y movió el transductor de un lado a otro.
Mi corazón se aceleró.
—¿Pasa algo, doctor? —pregunté, temiendo lo peor.
Él sonrió, negando con la cabeza.
—No, no pasa nada malo. Pero… creo que hay algo que no esperaba.
—¿Qué cosa? —pregunté, casi sin aire.
—Que son dos —respondió tranquilo—. Son gemelos, Camila.
Me quedé muda. Ni un sonido salió de mi boca. Solo lo miré, con los ojos tan abiertos que debí parecer un personaje de caricatura.
—¿Dos? —repetí.
—Dos —confirmó, divertido—. Dos bebés perfectamente formándose.
Me cubrí la boca, riéndome y llorando al mismo tiempo.
—Dios… Adrián no solo se va a desmayar. Va a necesitar oxígeno.
El médico rió mientras imprimía la ecografía.
—Le voy a recetar unas vitaminas prenatales y un control mensual. Todo está perfecto. Solo procure descansar y comer bien, mamá doble.
“Mamá doble”. Todavía no podía creerlo.
Salí del hospital en una especie de trance feliz. Fernanda me esperaba en la sala de espera, caminando de un lado a otro como si estuviera por rendir un examen.
—¡Por fin! —exclamó al verme—. ¿Qué te dijeron? ¿Qué tenés?
—Nada grave —mentí con una sonrisa—. Solo cansancio, me mandaron a descansar y comer mejor.
—¿Seguro? ¡Te lo juro, casi llamo a Adrián!
—No, no, tranquila —dije rápido—. No hace falta preocuparlo por una pavada.
Fernanda suspiró, todavía algo nerviosa.
—Menos mal. Porque si te pasaba algo, yo renunciaba y me iba a vivir a un monasterio.
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Editado: 12.10.2025