No sé cómo logré guardar el secreto todo el día.
Desde que salí del hospital, tenía la sensación de que mi cuerpo vibraba de emoción, como si en cualquier momento fuera a explotar de alegría y soltarlo todo. Pero no. Quería hacerlo bien. Quería que fuera especial.
Esa tarde, cuando Adrián llegó justo para la hora de salida, me encontró en mi escritorio fingiendo concentración en la pantalla. En realidad, estaba tan nerviosa que casi no podía pensar.
—¿Estás bien, amor? —preguntó con esa mirada que me leía de arriba abajo.
—Sí —dije rápido, demasiado rápido.
Él me observó unos segundos, como si no terminara de creerme, pero no insistió.
En el camino de vuelta a casa casi no hablé. Me sentía como una niña que planeaba una travesura. Cuando llegamos, me encerré directamente en el estudio, bajo la excusa de que tenía cosas que hacer.
Abrí la computadora y empecé a escribir frenéticamente:
“Buenas tardes, quisiera hacer un pedido especial. Dos bodys de bebé y un par de zapatitos a juego. Es urgente, necesito que me contacten mañana a primera hora. Gracias.”
Envié ese mismo mensaje a tres lugares distintos. Tenía el corazón a mil por hora.
Durante una hora entera estuve coordinando detalles, mirando ideas, guardando fotos de inspiración. Me imaginaba su cara, la expresión que pondría cuando lo descubriera.
Cuando terminé, estaba tan emocionada que tuve que salir a darme una ducha para calmarme. Luego me acosté, pero casi no dormí: entre la adrenalina y la felicidad, mi cabeza no paraba.
A la mañana siguiente, el teléfono empezó a sonar apenas amaneció. Me encerré otra vez en el estudio, anotando presupuestos, medidas, detalles de bordado y colores.
—Sí, son dos bodys —aclaré por tercera vez en una llamada—. Dos. Es importante que sean del mismo modelo, color blanco.
Cada palabra me hacía sonreír más.
Salí del estudio con el teléfono en la mano, todavía hablando, y fui a preparar café. Adrián me observó desde el living, con el ceño ligeramente fruncido.
—¿Algo importante? —preguntó.
—Sí, unas cosas. —respondí con una sonrisa inocente.
Él asintió, pero noté que me miraba de reojo cada vez que el teléfono vibraba y yo corría a contestar.
Intenté actuar normal todo el día, pero se me notaba la felicidad. En la oficina no fue mejor: entre llamadas y correos, terminé cerrando trato con un local para pasar a ver los detalles en persona.
A la hora del almuerzo, Adrián se acercó a mi escritorio.
—¿Vamos a comer algo juntos? —preguntó con su tono tranquilo de siempre.
—Hoy no puedo —le sonreí—. Tengo que salir a resolver algo rápido.
Él parpadeó, visiblemente sorprendido.
—Ah… está bien.
Y ahí, por primera vez, vi esa sombra de duda en su rostro.
Por la tarde pedí permiso en Recursos Humanos para salir antes. Inventé algo sobre “asuntos personales” y me fui directo a casa.
Tenía que preparar la sorpresa antes de que él llegara.
A las ocho en punto, la caja estaba lista sobre la cama.
La miré con orgullo: dos pequeños bodys, un par de zapatitos diminutos, dos chupetes, dos biberones y, encima de todo, una remera gris doblada prolijamente con la frase estampada:
“El mejor papá del mundo.”
La guardé dentro del placard, respirando hondo. Todo estaba perfecto.
A las nueve, escuché la puerta del departamento.
Adrián entró despacio, con los hombros algo caídos y el ceño fruncido. Su mirada estaba distinta, más seria, como si algo lo pesara.
—Hola —saludé desde el sofá, levantando la vista del celular.
Él me miró un momento antes de acercarse.
—¿Por qué te fuiste temprano del trabajo? —preguntó con voz baja—. Nadie me avisó.
—Tenía que hacer unas cosas —respondí tranquila.
—¿Unas cosas? —repitió, suspirando—. Camila… desde ayer estás rara. No me hablás, no me mirás, y solo te la pasás riéndote con el celular. —Se frotó la nuca, visiblemente incómodo—. No sé si hice algo, pero te juro que me está matando.
Me quedé callada. Sabía que era el momento justo.
—No hiciste nada, Adrián —le aseguré.
Él bajó la cabeza, la voz apenas un susurro.
—Es que… los celos me están matando, Camila. No quiero perderte. Sos mi esposa, y te amo.
Sus palabras me atravesaron el pecho. Tenía ganas de abrazarlo enseguida, pero también quería que la sorpresa saliera perfecta.
Sonreí.
—Tenemos que hablar —dije suavemente.
Él levantó la cabeza de golpe. Sus ojos se abrieron un poco más, con esa mezcla de susto y vulnerabilidad que solo mostraba cuando realmente temía perder algo importante.
—¿Pasa algo? —preguntó, casi en un hilo de voz.
Me acerqué y le tomé la mano.
—Vení conmigo.
Lo llevé al dormitorio.
—Sentate en la cama —le pedí—. Esperá un segundo.
Él obedeció sin entender nada. Su cuerpo tenso, los ojos siguiéndome mientras abría el placard. Tomé la caja, la sostuve con cuidado y se la tendí.
—Abrí.
Adrián frunció el ceño, confundido.
—¿Qué es esto?
—Solo abrí.
Lo hizo despacio.
Primero vio la remera, luego los bodys, luego los zapatitos.
Su expresión se volvió un poema: sus labios temblaron apenas, los ojos se abrieron como si el aire le faltara.
Cuando volvió a leer la remera, sus manos se quedaron quietas.
“El mejor papá del mundo.”
Silencio.
Un silencio tan intenso que podía oír mi propio corazón.
—¿Camila…? —murmuró, con la voz entrecortada.
Asentí, con los ojos húmedos.
—Sí, amor. Vas a ser papá.
Por un segundo no se movió.
Y luego, como si se quebrara un dique dentro suyo, sus ojos se llenaron de lágrimas. Se cubrió la boca con una mano, respiró hondo y dejó caer una risa ahogada, entre sorpresa, amor y pura incredulidad.
—¿En serio?
—En serio.
Se levantó de golpe y me abrazó tan fuerte que casi me dejó sin aire. Sentí su pecho temblar contra el mío.
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Editado: 12.10.2025