Nunca pensé que nueve meses pudieran pasar tan rápido… y tan lento al mismo tiempo.
Si alguien me hubiera dicho que el embarazo de gemelas era básicamente una montaña rusa hormonal con vista al caos y al amor absoluto, le habría creído… pero no tanto como lo viví en carne propia.
Las primeras semanas fueron una mezcla entre fascinación y pánico. Fascinación porque, bueno, tenía dos vidas creciendo dentro de mí. Pánico porque cada día sentía que mi cuerpo cambiaba a una velocidad que ni la física podría explicar. Un día lloraba porque el yogur no estaba frío, al siguiente reía porque Adrián intentó ponerme las medias sin matarse en el intento.
Adrián fue mi roca… y mi víctima favorita. Pobre. Creo que nunca imaginó que el “te amo” vendría seguido de un “pero si no me traés helado de frutilla ya mismo, me divorcio”.
Él solo sonreía, me abrazaba y decía:
—Trato hecho, mi amor.
Y así, entre helados, antojos y noches sin dormir, los meses fueron pasando.
El segundo trimestre fue, digamos, la calma antes del huracán. Me sentía con más energía, la panza empezaba a asomarse y las ecografías eran el momento más hermoso de la semana. Ver a Clara y Abril moverse —sí, ya teníamos nombres— era como espiar dos pequeñas luces bailando en el agua.
Adrián siempre me acompañaba, grababa cada segundo, y cada vez que escuchaba los latidos, su expresión se volvía tan suave que a veces me daban ganas de llorar solo de mirarlo.
—Son perfectas —susurraba siempre, como si no quisiera romper el momento.
Y yo solo podía asentir, con un nudo en la garganta, sintiendo que el corazón ya no me cabía en el pecho.
Pero después vino el tercer trimestre…
Y ahí, bueno, digamos que la poesía se tomó vacaciones.
Dormir era una fantasía. Respirar, una proeza. Y encontrar una posición cómoda, una misión imposible.
Adrián dormía abrazado a un costado mío con una almohada entre medio, porque si se acercaba demasiado, yo lo empujaba sin piedad.
—No es por vos, es por mis caderas —le decía entre risas.
—Lo sé, lo sé… igual te amo, aunque me hayas pateado tres veces esta noche.
—No fui yo, fueron tus hijas —contestaba.
—Ya empezaron a conspirar contra mí, perfecto —decía, y ambos terminábamos riendo en la oscuridad.
Los meses se fueron llenando de visitas al médico, compras, listas, dudas y, sobre todo, ilusiones. La casa se transformó: una habitación entera se volvió un mundo de colores suaves, ositos, mantas, y un aroma a talco que se filtraba hasta el pasillo.
Adrián se obsesionó con armar las cunas él mismo, y aunque en el proceso casi pierde la paciencia (y una tuerca vital), lo logró.
—Listo —dijo una noche, sudando como si hubiera corrido una maratón—. Ahora sí, oficialmente ya puedo armar lo que sea.
—Y oficialmente estás lleno de pintura en el pelo —le respondí riendo.
—Vale la pena, si vos estás riéndote así.
Y ahí me di cuenta: el amor estaba en esas pequeñas cosas. En sus manos llenas de polvo, en su voz calmándome cuando las hormonas ganaban, en cómo me sostenía cuando creía que no podía más.
Porque sí, hubo días difíciles. Días en que lloraba sin saber por qué, en que me daba miedo no estar a la altura, en que mi cuerpo me resultaba ajeno. Pero siempre estaba él, con esa paciencia infinita y esa forma de mirarme que hacía que todo se sintiera posible.
Y así, sin darme cuenta, llegó el gran día.
Era una mañana gris, de esas que prometen lluvia. Adrián estaba en la cocina preparando café cuando sentí una punzada fuerte, seguida de otra, y otra más.
—Adrián… —llamé desde el pasillo.
Él apareció en la puerta, taza en mano y cara de susto instantáneo—. ¿Qué pasó?
—Creo que las chicas quieren conocernos hoy —dije, tratando de no entrar en pánico.
—¿Hoy hoy? —preguntó con los ojos como platos.
—Sí, hoy hoy.
No recuerdo mucho del trayecto al hospital, salvo que Adrián manejaba hablando solo y diciendo cosas como “tranquila, todo va a salir bien”, “respirá” y “¡¿por qué hay tanto tráfico justo hoy?!” mientras yo alternaba entre reír y retorcerme.
Cuando llegamos, Fernanda ya estaba ahí (no tengo idea de cómo se enteró tan rápido, probablemente radar de mejor amiga). Me tomó la mano y dijo:
—Tranquila, todo va a salir bien. Además, sos vos, ¡si hasta para parir vas a estar impecable!
—Callate, Fernanda, que si me río, me duele —alcancé a decir antes de una contracción que me dobló en dos.
Las horas siguientes fueron un torbellino de voces, luces, manos, risas nerviosas y lágrimas contenidas. Adrián no se movió de mi lado ni un segundo. Me hablaba al oído, me acariciaba la frente, me decía que podía hacerlo, que estaba orgulloso, que me amaba.
Y cuando por fin escuché el primer llanto, el mundo se detuvo.
Luego vino el segundo, y sentí que el corazón se me partía en mil pedazos… pero de felicidad.
—Bienvenidas, Clara y Abril —susurré, llorando, mientras me las acercaban—.
Eran tan pequeñas, tan suaves, tan reales.
Adrián lloraba también. Y no de emoción contenida, no. De esas lágrimas sinceras que uno no puede controlar.
Me besó la frente y murmuró:
—Gracias por darme lo mejor del mundo.
Y ahí supe que sí, que todo había valido la pena.
Los días siguientes fueron un torbellino hermoso. Las noches sin dormir, los pañales, darles de mamar a deshora, los consejos de las abuelas, el caos y el amor absoluto.
A veces Adrián se quedaba dormido en el sillón con una de las bebés en el pecho, y yo lo miraba en silencio, con una sonrisa cansada pero llena.
Otras veces, yo me desbordaba, llorando porque no podía más, y él simplemente me abrazaba, sin decir nada, hasta que todo pasaba.
Ser mamá de gemelas era agotador, sí, pero también era el mayor privilegio que la vida me había dado.
Y cada vez que veía a Clara y Abril dormidas, tan idénticas y tan únicas a la vez, entendía que ese caos, esas ojeras y esa revolución constante… eran el verdadero sentido de todo.
#1276 en Novela romántica
#369 en Otros
#167 en Humor
errores, amor y segundas oportunidades, romance de oficina divertido
Editado: 12.10.2025